Historia del Colegio de San Nicolás
Autor
Raúl Arreola Cortés
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PROLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
El colegio de San Nicolás representa un caso singular entre los planteles creados en la segunda década de la colonización española en América. Es el único que sobrevive, aunque desligado de su primitiva función, que fue la de formar sacerdotes reformadores de la Iglesia, unidos a un esfuerzo social de carácter comunitario de fuertes raíces renacentistas.
El ilustre fundador del Colegio era un hombre ligado estrechamente a los más nobles ideales de la España de su tiempo. Como funcionario público demostró su inclinación hacia la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos sociales, ajeno en absoluto a las medidas de fuerza que solían emplear otros funcionarios, y hasta personas eclesiásticas.
El renacimiento puso de relieve los valores humanos, que la etapa de oscurantismo violento de la Edad Media había negado. Volver al hombre como centro del arte, la filosofía y la religión; retomar el curso de la historia desde las ideas de los grandes pensadores de la antigüedad, fue la gran tarea de los renacentistas europeos. El conocimiento de las lenguas clásicas antiguas, y de los autores que en ellas habían escrito, y el rescate de sus obras, fue empeño de los maestros traductores y de los propagadores de la cultura griega y latina, refugiados en los países orientales. Un retorno a la Edad Dorada para contrastar los efectos de la sociedad feudal, sirvió para configurar un conjunto de sociedades ideales, ensueños de una época optimista en que se creía en el poder infinito del hombre, en la fuerza de su pensamiento, en su capacidad creadora.
Toda idea de oponerse a las formas feudales, fue la sustancia del renacimiento europeo; los artistas querían develar el cuerpo humano, mostrarlo en su total belleza como en las antiguas culturas griegas y latinas; los filósofos se oponían a los criterios de autoridad, y rechazaban por inaceptables los ejercicios vanos de la Escolástica, y buscaban la esencia del ser y del mundo en los filósofos griegos.
Los religiosos anhelaban un encuentro más estrecho con Dios, y el bien para el hombre en la tierra; se discutía la autoridad del Papado en el seno mismo de la Iglesia. El tiempo de los Apóstoles era la Edad Dorada del cristianismo; por eso, unos querían transformar radicalmente la religión, quitándole todo el artificio y el lujo que la Edad de las Tinieblas le había agregado en absoluta rebeldía con Roma; y otros, más prudentes o más afincados en su fe, querían transformar el cuerpo místico desde su interior, reformándolo, sin romper con la ortodoxia.
El curso de esta historia se refiere en algunos pormenores de esa lucha ideológica, como el reflejo de las grandes transformaciones que se produjeron en el campo de la economía mundial. La burguesía europea en lucha con la clase feudal, con los señores de la tierra, con la nobleza, fue el aspecto visible de este conflicto social. El renacimiento, en lo que podrían ser sus rasgos comunes, fue un movimiento antifeudal; y en los países en donde esa burguesía ascendente tomó el poder se llegó más pronto a la revolución industrial que dio paso a la era capitalista; a su vez, los países en que la burguesía quedó relegada del mando o fue aplastada, no se produjo dicha revolución, y quedaron estructuralmente atados al modo de producción feudal.
España que fue la primera nación industrializada de Europa, la que tuvo la burguesía más desarrollada, al final quedó relegada porque su burguesía fue golpeada y eliminada, con todas las consecuencias que veremos en el curso del presente estudio. Pero hubo lucha, una gran lucha, en la sociedad española; y los hombres que realizaron la conquista de América vinieron divididos en su ideología e intereses, produciéndose una escisión entre las dos Españas en tierras americanas, del mismo modo que en las ciudades y en la corte de los reyes católicos y de Carlos I habían chocado esas fuerzas.
El colegio de San Nicolás fue establecido como parte de esa controversia, para confirmar la plena capacidad de los naturales para gobernarse, producir, amar y creer como los demás hombres. Es más se buscaba la demostración de que ellos podían vivir en comunidad con decoro y limpieza de alma, en tanto que los españoles no podían hacerlo ni aún en sus comunidades religiosas. Eran aquellos naturales como arcilla blanca en la que podría formarse un tipo de cristianos como no había en ninguna otra nación, cristianos como los primitivos, auténticos, no dominados por la maldad ni torturados por la codicia ni las bajas pasiones.
Frente a quienes negaban hasta la racionalidad de los indígenas, el fundador de los hospitales-pueblos y del Colegio, don Vasco de Quiroga, sostenía la superioridad de las razas vencidas, pues aún los más atrasados y bárbaros de aquellos hombres, podían ser ordenados si se les mostraban ventajas del cristianismo verdadero, por medio del ejemplo y la claridad. Abandonaban sus prácticas religiosas si quien se los pedía lo hacia con dulzura, y sobre todo si veían que se les permitía vivir en la misma forma como lo hacían antes de la dominación española, con el único cambio de la religión, distinta no solo en sus dioses sino en conceptos como el de la crueldad que debería ser sustituido por el amor; y así, se pensaba, podrían dejar sus prácticas antiguas y abrazar sinceramente la religión cristiana.
El en Colegio habrían de formarse los operarios de esa gran transformación, los sacerdotes de esa nueva religión cristiana, más viva, más fecunda y trascendente. Los nicolaitas serían como heraldos de un nuevo orden social basado en el trabajo comunal; los nuevos ministros deberían acostumbrarse al trato cotidiano con los indígenas, aprenderían su lengua, conocerían sus costumbres y tradiciones para serviles mejor, y construir con ellos, junto con ellos, una sociedad más justa.
Fue aquella una hermosa fantasía, y sólo sería una de tantas utopías que se forjaron en Europa con el fin de dar solución a los graves problemas sociales a los que no se encontraban una salida racional. Pero esa fue una experiencia realizada y vivida en la realidad, que tomó cuerpo en un lugar concreto del Nuevo Mundo, que arraigó de tal modo que los indígenas aún recuerdan al creador de esas instituciones benéficas y le llaman Padre.
Por ese contacto con la realidad, el experimento de Quiroga resultó superior a todo lo conocido en materia de proyectos durante el siglo XVI; y quienes pretenden encerrarlo en el marco de las ideas fantásticas de Tomás Moro y su Utopía, o de otras ensoñaciones semejantes, despojan a esta empresa de su verdad, tangible y comprobable. Fue un proyecto de grandes aspiraciones llevado a cabo no por un soñador ni un filósofo que construye metáforas sociales, sino por un hombre práctico que quiso transformar la sociedad de su tiempo, tanto en América como en Europa, porque ¿hasta dónde podrían llegar las aspiraciones de ese hombre genial? Su idea de los hospitales-pueblos quiso difundirla, extenderla por toda la Nueva España, y tal vez a todo el conglomerado hispanoamericano; y una vez demostrada aquí su eficacia, plantarla en otras tierras y otros mundos. Por desgracia, la noble idea no pudo extenderse más allá de los que él pudo hacer con sus limitados recursos económicos, que gastó en su empresa; nadie le imitó, no tuvo seguidores, más que los sinceros y fieles sacerdotes que le acompañaron en sus campañas, y continuaron la obra hasta el fin de sus días. Sólo tres hospitales-pueblos pudieron establecerse; y vivieron y crecieron rodeados de hostilidad, porque eran contrarios a las leyes que regían la sociedad, ordenada sobre la base de la explotación, la rapacidad, el crimen y la injusticia.
Sólo el Colegio perduró más allá de los hospitales-pueblos, de aquellas comunidades que en un principio le dieron sustento y apoyo. Perduró el plantel, pero desde la muerte de Quiroga perdió su esencia; siguió formando sacerdotes, pero alejado de la convivencia y el trato constante con los naturales; y, sin ese contacto vital, el antiguo centro de una nueva cultura sólo sirvió para forjar ministerios semejantes a los que salían de otros centros en el mundo cristiano romano. Sin embargo, ahí quedó la figura del iniciador, del gran organizador, y sus ideas trascendentes, su estatura de humanista creció con el paso de los años; se le recordó y exaltó por el rector Moreno en el siglo XVIII, se estudió su ideal político, y en las páginas del rector leyeron los alumnos aquella luminosa lección, de amor a las gentes del trabajo, las del nuevo orden social que había querido fundarse en la comprensión y el amor frente a la codicia; y aquellos alumnos terminaron por abominar del viciado sistema creado por España en el siglo XVI y perfeccionado con la maldad en los otros siglos coloniales; y surgió la duda en las aulas y en los corrillos, y tras de la duda la conspiración, y la formación de planes para destruir aquel aparato injusto, que había terminado por devorar a los propios hijos y descendientes de los conquistadores nacidos en América. Estos, los criollos, y los indígenas formaban un conjunto que tenía un nombre específico “americanos”, y a ellos correspondía el destino y el gobierno de la nación. Se gestó en el Colegio este nuevo concepto de la nacionalidad que pronto circuló entre las gentes ilustradas de las ciudades y las estancias, las escuelas, talleres, los claustros y las oficinas públicas, hasta desembocar en una rebelión encabezada por un hijo del Colegio de Quiroga, seguido por numerosos hombres que ya sentían la responsabilidad y el honor de llamarse “nicolaitas”, es decir, herederos de las glorias de Quiroga y su Colegio de San Nicolás. La mejor demostración de eficacia del Colegio en aquella lucha por la independencia, fue la clausura ordenada por las autoridades virreinales.
Una larga tradición humanística no podía desaparecer. Nuevas generaciones de mexicanos, con la otra filosofía política pero idénticos ideales de justicia; otros hombres que se consideraban a sí mismos como vengadores de los ultrajes cometidos a la raza indígena, y como continuadores y consumidores de la empresa independista infundieron nueva vida al Colegio secularizándolo. Esa generación, la que separó la Iglesia del Estado y rompió para siempre esa unión que había dado soporte al régimen colonial; la que arrebató a la Iglesia el monopolio de la educación, y puso ese importante servicio en manos del gobierno civil; la que clausuró tres veces la Real y Pontificia Universidad de México, por considerarla inoperante en la nueva situación de la patria después de su separación de la metrópoli española, esa misma generación hizo la reapertura del Colegio de San Nicolás como Colegio Civil, secularizó sus estudios, rompió dependencias obsoletas y abrió a los jóvenes nuevos horizontes, como si quisiera significar un carácter propio de la nación, emancipada de los modelos españoles; se quiso reconstruir a partir de San Nicolás, una Universidad moderna; ya no la Real y pontificia como ejemplo, y mucho menos la sujeción absurda que un tiempo había tenido el plantel quiroguiano respecto aquel claustro universitario de la capital; la idea era distinta. Se trataba de establecer un centro amplio, con las carreras que una sociedad en proceso de industrialización requería, y con la ideología propia del liberalismo económico, político y filosófico que se iba a instaurar. Ninguna especie de teología ni de gramática latina enrevesada e inútil; doctrinas claras, pragmatismo puro, positivismo conceptual.
La nueva etapa del colegio no equivalió a una ruptura radical con el pasado. Por el Contrario su ilustre restaurador quiso conservar lo más valioso del ayer, aquellas raíces fecundas que aún estaban llenas de savia vital: el humanismo renacentista que le había dado origen en el siglo XVI, y el nacionalismo que se manifestó en el plantel a principios del siglo XIX, en dos vertientes: como emancipación intelectual en el campo de la filosofía; y como emancipación política y económica de España; ambas dentro de la religión católica, y representadas brillantemente por el mismo hombre, a quien se llama con justicia el Padre de la Patria. Quiso don Melchor Ocampo, que el plantel se llamara, a partir de 1847, Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo, que compendiaba toda su trayectoria histórica. Primitivo había sido nombrado desde los siglos coloniales; Nacional, por los intereses que había servido desde finales del siglo XVIII; el nombre de San Nicolás, que el fundador le puso en recuerdo de su añorado Madrigal de la Altas Torres y de su santo patrón; y el nombre de Hidalgo para significar una vocación de independencia, sobre todo en ese momento, el de reapertura, en que el imperialismo yanqui hollaba prepotente nuestro territorio y se preparaba a robarnos la mitad de la patria, es más, el plantel secularizado llevaría como escudo el de don Vasco de Quiroga, con todo y sus bulas obispales, porque el restaurador consideró que aquel era, no sólo un acto de justicia para el fundador, sino una declaración de que aquel escudo había sido, en los momentos difíciles de la colonización, una protección para los primitivos habitantes de esta tierra.
El Colegio fue un bastión del pensamiento antiimperialista y antifeudal; por eso fue clausurado por los lugartenientes del emperador Maximiliano; pero al ser derrotada esa facción, la Casa de Hidalgo abrió de nuevo sus puertas y se encaminó hacia la superación académica. En su seno se forjaron las armas de la pequeña burguesía servidora, al principio, de la Dictadura, y más tarde opositora tenaz desde la tribuna, el periodismo, y finalmente con las armas hasta el derrocamiento del dictador. Una larga lucha llena de zozobras, un constante fluir de opiniones que reflejaban el palpitar de la patria. San Nicolás fue otra vez el santuario de las nuevas ideas; los términos de “libertad”, “democracia” y “justicia social” se oyeron en las aulas y corredores del antiguo plantel, antes que en otros lugares, y el brío de la juventud nicolaita señaló rumbos a los inconformes; del propio plantel salieron a su tiempo los hombres que en los campos de batalla fueron ejemplo de fidelidad a una tradición libertaria hondamente arraigada.
La historia del Colegio es la del pueblo de México. Ligado desde su cuna a los más nobles ideales de la humanidad, a través del tiempo, en una transformación constante, ha sido la parte avanzada de México, y debe conservar ese carácter y esa dirección, siempre a la vanguardia.
El signo característico del nicolaita ha sido la inconformidad. No se concibe un hijo de este Colegio que sea conformista; pero, es indudable que para cumplir cabalmente con esa grave responsabilidad -la de ser nicolaita- se requiere una sólida preparación, que se adquiere con tesón y constancia en el estudio. Los grandes hombres que han dado prestigio al establecimiento fueron magníficos estudiantes. Basta conocer las relaciones de méritos académicos de Hidalgo, o saber cuáles fueron las inquietudes y trabajos de Ocampo en otro plantel moreliano, para concluir que para ser un buen revolucionario se requiere una capacidad de comprensión de los fenómenos sociales y una sólida preparación teórica, sin la cual nada estimable puede lograrse. Este es el problema de las nuevas generaciones.
Un destacado nicolaita, don Ignacio Chávez, en una invocación al Padre de la Patria, quiso penetrar su pensamiento y saber lo que diría si volviera a la regencia de su amado Colegio y se dirigiera a los jóvenes nicolaitas; les hablaría de su legado de siglos, y uniría el ademán a la palabra para decir: “ este legado obliga. Sólo es digno de recibirlo quien es capaz de sostenerlo y acrecentarlo”. Don Miguel Hidalgo dio prestigio a su plantel como estudiante ejemplar, “la abeja industriosa de Minerva”, el que superaba a los viejos teólogos y era, por la calidad de sus estudios “ciudad colocada sobre un monte”. Desde esa altura seguiría hablando a los jóvenes: “la casa que fue a través de los siglos un Colegio cumbre debe seguir en nuestras manos siendo un Colegio cumbre. Ese es vuestro legado y esa es vuestra responsabilidad”. Concluía el doctor Chávez, uniendo su voz a la del joven teólogo: “Que desde el fondo de la historia, la voz del viejo Rector os marque el rumbo”. Palabras claras que los nicolaitas de hoy deben meditar para fortalecer su nicolaicismo, que ninguna bandería circunstancial debe torcer ni empañar.
El ser nicolaita ha sido una especie de religión. El doctor Manuel Martínez Báez, en sus Recuerdos, dice: “Par muchos de nosotros, el liberarnos de prejuicios religiosos en nuestra incipiente madurez dejó en nuestro espíritu la necesidad de un ideal y escogiera quizá un tanto mística, pero también era auténtica, firme y perdurable y más de una vez nos ha servido como criterio seguro para orientar nuestra conducta en las ocasiones de duda o de vacilación”; termina el maestro: “Así como en la antigüedad quienes habían nacido en Roma solían decir con evidente orgullo: “¡Soy ciudadano romano!”, nosotros proclamamos, con sentimiento parecido: “¡Soy nicolaita!”
Esta nueva historia nos introduce para principiar, en el marco en el que se desarrollan los hechos de la conquista y colonización de América; la organización social existente en el Viejo y en el Nuevo Mundo, en términos generales para comprender o intentar comprender la recia figura de don Vasco de Quiroga, a quien se dedica un estudio más amplio de su vida y sus egregias fundaciones, en la que destacaron los mencionados hospitales-pueblos de Santa Fe y el Colegio de San Nicolás centro de este trabajo; luego, las diversas etapas del Colegio y ssu hombres representativos.
El doctor Raúl Arreola Cortés, autor de este libro, emplea un estilo llano, poco recargado de erudición, para que la lectura sea más agradable y comprensible, sin descuidar, desde luego, las indispensables citas de documentos o libros donde el lector acucioso puede encontrar mayores informaciones sobre los puntos tratados.
Reconocemos el esfuerzo de quienes se han ocupado de la historia de nuestro ilustre plantel, y les rendimos el homenaje que merecen. Sin sus valiosas aportaciones hubiera sido más difícil esta investigación; pero se ha ampliado la información documental, recurriendo a las fuentes originales por ellos citadas, en la medida de lo posible, para mayor seguridad de las citas y las notas.
Al final se contienen como apéndices, algunos documentos indispensables, cuya inclusión en el texto lo hubiera hecho pesado. Se comienza por el Testamento de don Vasco de Quiroga, que aparte de su valor testimonial, es la constitución y primera reglamento del Colegio; enseguida dos documentos relativos al establecimiento de los estudios de Derecho en San Nicolás (la donación “Inter-vivos” de doña Francisca Xaviera y Villanueva, con un codicilo que aclara ciertos puntos del mismo donativo), una lista de estudiantes que obtuvieron el bachillerato en nuestro Colegio e hicieron sus estudios profesionales en la Universidad de México, ambos publicados por el doctor Julián Banovit; viene enseguida la Disertación Teológica de don Miguel Hidalgo y Costilla, que enuncio el mismo doctor Bonavit en las ediciones de 1910 y 1940 de su Historia del Colegio y se publicó hasta la edición de 1958, tomándola de la versión del doctor Gabriel Méndez Plancarte; vienen después el primer Reglamento del Colegio, ya como institución civil, documento elaborado por el doctor Juan Manuel González Urueña y don Santos Degollado, y aprobado por Melchor Ocampo, gobernador del Estado; y el estado de cuentas del plantel al hacerse la reapertura, y pasar del control del Cabildo Eclesiástico al del Estado de Michoacán, finalmente, la relación de los libros legdos por el seño Ocampo según dispuso en su Testamento escrito en el lugar de su ejecución; a esta lista se agregan notas sobre el lugar donde se encuentran los libros actualmente, así como las necesarias aclaraciones sobre los títulos de las obras y los nombres de los autores, para subsanar las fallas de la escritura en esa relación.
El doctor Raúl Arreola Cortés, historiador y escritor eminente de la Universidad Michoacana, Trabajó aproximadamente durante un año, para que este libro llegara a nuestras manos, arrojando nuevas luces sobre la apasionante Historia del Colegio de San Nicolás, testimonio viviente de la historia.
Febrero de 1982
Rector,
Fernando Juárez Aranda.