Historia del Colegio de San Nicolás

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INTRODUCCIÓN 

INTRODUCCIÓN

 

La burguesía capitalista fue una clase social revolucionaria en cuanto sostuvo la necesidad de un cambio radical en las relaciones de producción; se desarrolló paulatinamente en el seno de la sociedad feudal, y contribuyó poderosamente a la liquidación de ésta. Durante varios siglos los burgueses divulgaron sus ideas con audacia y valentía; varios de sus caudillos e ideólogos perecieron en el patíbulo o en el campo de batalla, sin que su ausencia mermara ímpetu a las luchas históricas.

Durante esos siglos los burgueses postularon la libertad como un principio fundamental. Libertad en la producción, la navegación y el comercio; libertad en el campo de las ideas filosóficas, políticas y religiosas; libertad en el arte (pintura, escultura, literatura, etc.); y sobre todo, libertad de conciencia para que el Hombre buscara y defendiera la verdad, la belleza y la justicia, sin sujeción a ninguna autoridad ni en el orden humano ni en el divino.

Tanto el liberalismo irreligioso como la modernidad cristiana, el enciclopedismo y el humanismo, la revolución industrial y la reforma y la contrarreforma religiosas, los descubrimientos geográficos y técnicos, y las guerras colonialistas del siglo XIX, fueron partes de ese gran movimiento de la burguesía por alcanzar el poder en los países industrializados, en sus colonias y en sus zonas de influencia. Vigorosas figuras destacan en este cuadro: Copérnico y Vasco de Gama, Colón y Cromwell, el Barbadiño y Miguel Ángel, Vives y Boccaccio, Voltaire y Feijóo, Disraeli y Dante AI-higieri, Tomás Moro y Martín Lulero, Cook y Erasmo de Rótterdam.

Hacia finales del siglo XVI11 la burguesía revolucionaria llegó al poder, aunque en forma limitada, para, en el siglo siguiente, obtener el poder absoluto, sin alianzas con la aristocracia feudal[1].

Su ascenso al poder no fue todo lo venturoso que los burgueses esperaban. Por las contradicciones internas del sistema de acumulación capita­lista, una nueva clase social irrumpió en el escenario: el proletariado. En sus inicios constituía una clase informe cuyos principios eran semejantes a los de  la burguesía en su etapa de ascenso. Los proletarios hablaban entonces de la libertad con idéntico fervor, sólo que frente a sus explotadores; y postulaban la abolición de las leyes y las autoridades en una utópica sociedad igualitaria.

Fue sólo a través del tiempo que el proletariado adquirió conciencia plena de sus intereses de clase y planteó sus demandas en términos diferentes. No fue un producto del capricho de sus autores, sino el dato objetivo de la realidad, que hacia 1830 el filósofo francés Augusto Comte comenzara a publicar su Curso de Filosofía Positiva, y 18 años más tarde —un plazo sumamente corto— apareciera el Manifiesto Comunista, de Carlos Marx y Federico Engels; como tampoco fue obra del azar que en el mismo año de 1830 se produjeran levantamientos populares en París, Alemania, Bélgica, Polonia e Italia, donde fueron señalados los vicios del capitalismo, tan brutales como los del régimen feudal, ambos conculcado-res de la libertad.[2]

Si en el período ascendente los teóricos burgueses habían manejado el método dialéctico de Hegel para explicar la necesidad de cambio, una vez en el poder buscaron los principios filosóficos que garantizaran a su clase la permanencia en el mando, en la cúspide de la sociedad. Los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad ya no se consideraban eficaces, pues eran los mismos del proletariado balbuceante; y encontraron la teoría adecuada en Comte y su Filosofía Positiva. Este filósofo postulaba un lema encantador: Amor, Orden y Progreso, que resumía las aspiraciones de la clase gobernante. La meta final era el progreso, y para llegar allí se requería como base el orden que establecía la ciencia; pero no se podía llegar a ese orden científico sin un principio humanitario, cuyas raíces eran muy antiguas: el amor hacia los semejantes, que sustituía a los ideales de igualdad y fraternidad, de la revolución  popular.

Dentro de la filosofía comtiana la Ciencia se erigía como el centro de una nueva religión de la Humanidad, basada en el predominio de la Razón, que sustituyó al dogma teológico y a la metafísica que sirvieron de fundamentos al pasado.[3] Según Comte, del raciocinio "puro" se pasa a la observación de los fenómenos —sin indagar su origen—, y de allí a la experimentación, piedra fundamental de su filosofía. Nada que no fuera demostrable podría servir de objeto del conocimiento; la naturaleza aparece como una sucesión de leyes inmutables en donde los conocimientos fundamentales dan origen a otros; desde la Cosmografía, la Física y la Química, se llega al estudio de los seres vivos, en la Botánica y en la Zoología. Este es el ordenamiento científico uniforme, fijo, inmutable.

Con base en esa misma explicación comtiana, la sociedad era vista como un organismo vivo que marchaba ordenadamente hacia la superación constante pero segura; el progreso era su meta fundamental, pero éste no se alcanza a saltos ni en forma brusca o desordenada, sino por medio de la evolución natural, regida por el raciocinio perfecto. El camino que la sociedad tenía como viable era la educación; sólo a través de ella y de los conocimientos científicos que debían servirle de base, la sociedad podría alcanzar la perfección, que debería medirse por el grado de moralidad, independencia de criterio y emancipación de prejuicios que presentara cada uno de sus integrantes, en forma individual o en el seno de su familia.

La Filosofía Positiva tuvo una calurosa acogida en los principales países industrializados, aunque en Inglaterra se le modificó sustancialmente, y en los Estados Unidos, tras del entusiasmo por el hallazgo, decayó considerablemente. Parece ser que no se adaptó a la cultura sajona, apegada más al pragmatismo.[4] Uno de los seguidores de Comte, el filósofo inglés Herbert Spencer, introdujo a la teoría social del positivismo las ideas y principios de Darwin en el sentido de que, así como en la naturaleza se entablaba una lucha implacable en la que prevalece el más fuerte, del mismo modo en la sociedad los menos dotados física, mental y económicamente eran eliminados para dar paso a los más aptos. A la burguesía inglesa, que en el siglo XIX incursionaba para extender su gran imperio colonial, la teoría spenceriana le resultó atractiva, y no sólo la aprovechó en su metrópoli y en sus colonias, sino que la divulgó en todo el mundo.

La burguesía de los Estados Unidos de Norteamérica encontró su teórico en el inglés John Stuart Mili, que alcanzó un gran prestigio entre los universitarios y hombres de empresa. Al principio, Stuart Mili presentó en forma elogiosa el Curso de Filosofía Positiva, de Comte, y encantó a los norteamericanos, sobre todo el proyecto de clasificación de las cien­cias y su correspondiente orden jerárquico. Les llamaba la atención, igualmente, la idea de fortalecer la autoridad para contrarrestar al comunismo, Pero muy pronto, —nos informa Richmond L. Hawkinds— aquella generación de intelectuales formados en las ideas de Benjamín Constan y Jeremías Bentham, renegaron de las ideas comtianas, y aun más cuando Comte pretendió establecer un nuevo credo religioso en que él sería una especie de Sumo Sacerdote. La fama del filósofo francés se eclipsó muy pronto, y fue calificado de sectario.[5]

Sobre todo, les disgustaba a los norteamericanos la idea intervencionista del Estado en los negocios de los particulares. Educados en la ideología puritana, en la democracia y en la santificación del lucro, aquellos postulados del Amor, el Orden y el Progreso, les parecieron finalmente deleznables. Y retornaron a los principios morales justificadores de la riqueza, en que el individuo tiene el deber ante Dios de hacer crecer el patrimonio individual como un medio de alcanzar la felicidad pública.

La democracia era otro punto de discrepancia. Aunque la fuerza del proletariado era aun escasa, a los burgueses les llenaba de pavor, e intentaron por todos los medios salir al paso de cualquier planeamiento de­mocrático en el que estuvieran presentes sus enemigos. Hablar de democracia era un peligro; así lo comprendieron en Europa, y eso explica el éxito que tuvieron los autores citados, Constant y Bentham, para quienes la autoridad debería depositarse en las manos de los propietarios, cuya fuerza les venía de su riqueza. "En nuestros días —decía Constant— las personas privadas son más fuertes que el poder del Estado; la riqueza es una fuerza que se emplea en todos los casos; es más real y más hábil que las demás fuerzas; la riqueza inevitablemente domina al poder". De donde concluía el mismo autor que "sólo los propietarios son dignos intérpretes de la opinión pública”[6]. Hablar del pueblo como origen del poder político era aceptar la posibilidad de que los proletarios pudieran asumir el mando, y eso les parecía inaceptable; de ahí la campaña que en los países industrializados se emprendió contra las teorías de Rousseau y de Mably, principalmente las de la soberanía popular.

Los Estados Unidos, que poseían una tradición democrática con raíces en los cimientos mismos de la nación, dejaron un poco de lado aquellos principios, y siguieron las nuevas corrientes, temerosos del peligro proletario. Stuart Mill, cuya influencia fue determinante en la ideología norteamericana del siglo XIX, sostenía la negación de la democracia; quienes le aceptaron echaban por tierra los sueños de Paine, de Tocqueville y de los Federalistas. Para el filósofo inglés la democracia era una ficción. "La esencia de la tesis que propone en sus Considerations on Representative Goverment —dice Currin V. Shields— consiste en que es posible que la democracia sea conveniente en teoría, pero que es imposible en la práctica y, por tanto, no es una forma adecuada de gobierno. En cambio, la admi­nistración pública en manos de una clase selecta, que conquiste por mé­ritos su posición, es posible a la vez que conveniente".[7]

Estas cuestiones de teoría política se discutían acaloradamente en las metrópolis industriales, sobre todo aquellas que contaban con un proletariado más activo. Todos parecían aceptar el Positivismo como la fórmula adecuada frente al problema; pero más que a Comte, cuyo postulado del Amor les fascinaba, aceptaban a Spencer y sus teorías evolucionistas; sobre todo porque Spencer no se colocaba contra el socialismo; es más, afirmaba que la humanidad podría llegar a él, pero como resultado de la evolución, del libre juego de las fuerzas naturales de la sociedad, por medios enteramente pacíficos y graduales; cualquier intento revolucionario seria impráctico y conduciría al caos, a la anarquía y a la interrupción del progreso.

También Stuart Mill era ampliamente aceptado en los círculos dirigentes de esos mismos países, sobre todo por sus postulados de libertad de los empresarios frente al Estado, principalmente aquello que escribe en sus Principios de Economía Política: "En todas las comunidades más avanzadas, la gran mayoría de las cosas se hacen peor por la intervención del gobierno que como las harían los individuos más interesados en hacerlas, o en ordenar que se hicieran, si se les dejara solos".[8]

Los países con un grado inferior de desarrollo industrial o aquellos que giraban en la órbita de los industrializados, como colonias o clientes predilectos, se unieron a estas preocupaciones ideológicas, aunque con diversas connotaciones. En todos, sin embargo, fue patente el efecto paralizador del Positivismo.

No obstante, de todo lo que se ha dicho acerca del Positivismo cabe destacar algunos rasgos útiles que constituyeron aportaciones al estudio de los problemas sociales. Antes de Comte no existía una ciencia de la sociedad, y a partir de él se formó la Sociología para el estudio sistemático de las sociedades. Se reconoció, además, lo inevitable del socialismo, aunque revestido de tas nieblas utópicas de sus primeros planteamientos. También se habló de la lucha de clases, aunque fuera para condenarla, o para sustituirla con la colaboración de clases.

En los últimos años del siglo XIX y en los primeros del actual no había círculo o grupo intelectual en donde no hubiese penetrado el Positivismo en alguna de sus tres formas: el que provenía directamente de Comte y sus más cercanos colaboradores; el que seguía las tesis evolucionistas y mecanicistas de Spencer; y el pragmático que se basaba en los principios de Stuart Mill.

La América Latina fue un hervidero de este "filosofar", como leemos en Luis Alberto Sánchez: "se apoderó de todos los ensayistas latinoamericanos una fiebre de afirmación positivista". Especialmente en las Universidades y centros de cultura, en la prensa y en los círculos intelectuales penetraron las ideas positivas, mas no las de Comte sino las de Spencer. El "spencerismo" de nuestros ensayistas irritó sobremanera a los directores de la Revue Occidlentale y  la Revue  Positive  Internationale, después de la muerte de Comte; para los herederos testamentarios del filósofo francés, los americanos eran tránsfugas del Positivismo.

La adopción de aquella escuela restaba ímpetu a las ideas de nuestros escritores, reducía su campo intelectual y les sometía a los dictados de una especie de sanedrín de "científicos", que eran el único que confería validez al pensamiento; en suma, les alejaba del verdadero filosofar. "Cuesta trabajo —comenta el mismo Sánchez— admitir cómo podían personajes tan espirituales y espiritualistas apelar a modelos tan terre a terre, pero así fue". Y él mismo nos informa que la Sociología General del peruano Mariano H. Cornejo, publicada en Madrid (1907), fue impuesta como texto en varias Universidades de nuestro Continente, "para someter a su spenceriana férula a muchos de los aprendices de sociólogos." [9]

Una brillante generación de intelectuales despuntaba en el continente americano. Los discípulos del uruguayo José Enrique Rodó, a sí mismos llamados "arielistas", asaltaban las tribunas públicas y los claustros universitarios para manifestar su inconformidad con el estado social en sus países. Y estos brillantes seguidores del Ariel, de Rodó, encendieron sus primeras luces en el fuego del Positivismo, atraídos por el método de la crítica social más que por las conclusiones de aquella escuela. Muy pronto, sin embargo, rompieron las ataduras y emanciparon su pensamiento elevándolo a cumbres imprevistas. Tal vez el caso más notable de ese cambio sea el de José Ingenieros, el gran maestro argentino, iniciado en las teorías spencerianas las sometió a un riguroso análisis, y maduró mediante severas disciplinas hasta llegar al marxismo, con el cual se identificó tanto como con las luchas renovadoras de los centros de estudio y la educación popular en su país.

La Universidad Mayor de San Carlos y Monserrat, de Córdoba, Argentina, fue el centro del movimiento renovador. Los viejos maestros conservadores, fieles instrumentos de la Iglesia Católica y de la oligarquía que tradicionalmente gobernaron al país, se habían erigido en una casta divina, inconmovible; en todo el trabajo universitario se advertía un grave atraso; los planes y programas eran los mismos desde hacía más de un siglo, con perjuicio para la formación de las nuevas generaciones, que salían del claustro sin ningún conocimiento de la ciencia y de la filosofía modernas. Lo que pasaba en el seno de la Universidad cordobesa era un reflejo de la vida política de Argentina, inmovilizada también por la élite del poder que negaba autocráticamente toda participación del pueblo en el gobierno. Los universitarios advirtieron esa lamentable situación, y se lanzaron a la lucha en dos frentes: el académico, en el que exigían que el  estudiantado y los nuestros jóvenes tomaran parte en las decisiones de su casa de estudios; y el político-social para que los partidos y las corrientes de opinión de los intelectuales y los obreros participaran en la dirección del país. La democratización, en suma, de la Universidad y de su contorno social. Los mejores dirigentes de aquel movimiento plantearon, como punto central de su Reforma, la autonomía universitaria, y lograron el triunfo en septiembre de 1918 al reconocer el gobierno la personalidad de los estudiantes. La autonomía argentina fue para salvar a la Universidad de la influencia clerical que estaba atrincherada en ella, y para renovar al país. Por eso escribía José Ingenieros: "El conflicto actual universitario es la lucha de la sociedad feudal y la cultural teológica contra la sociedad democrática y la cultura científica", y proclamaba que "la Universidad ha de ser una entidad viva, pensante, actuante". Agregaba el maestro: "La nueva Universidad aspira a ser el laboratorio donde se plasma la ideología social; un instrumento colectivo apropiado para aumentar la capacidad humana frente a la naturaleza, aumentando el bienestar de todos. Las ciencias deben ser estudiadas como técnicas de economía social. En su organización interna, las universidades modernas necesitan dirigir y orientar sus estudios de acuerdo con los intereses de todos los que enseñan y aprenden, debiendo todos los interesados tener representación en el gobierno universitario".[10]

En nuestro país, la más fuerte tradición ideológica fue el liberalismo. Producto de la Ilustración y de la Modernidad Cristiana, tanto como del Federalismo y la Democracia —es decir deudor de las más avanzadas tendencias europeas y angloamericanas—, el liberalismo se desarrolló en el siglo XVIII como una opción política cuyo programa se nutría de principios como la soberanía popular, la independencia nacional y el poder para los criollos y los peninsulares. Hasta entonces había estado en manos de los españoles. Una minoría de los mismos liberales sostenía ideas más radicales como la industrialización del país, la secularización de la sociedad civil, la entrega de tierras a los campesinos y la elevación de las condiciones de vida de los trabajadores para fortalecer el mercado interno, base insustituible de la industria nacional.

AI finalizar el siglo XVIII había entre nosotros dos géneros de liberales: los llamados "moderados", que formaban la mayoría, y se caracterizaban por sus nexos con las instituciones feudales; para ellos, cualquier cambio social debería ser gradual y sin lesionar la forma de propiedad, sobre todo la del Clero que era la más cuantiosa; esta era una pretenden, irrealizable. Otro era el grupo de los liberales radicales, más consecuentes con sus intereses de clase, que pugnaban por los cambios a fondo y con urgencia; cuestionaban no sólo la institución del régimen colonial sino la estructura viciada en que se sustentaban.

El choque entre ambas tendencias se produjo a partir de 1810 al precipitarse la lucha por la independencia. Los moderados estuvieron conformes con la separación de España pero sin cambios sociales, en tanto que los radicales luchaban por una independencia absoluta y un cambio fundamental en la vida económica de la nación. El resultado de este enfrentamiento es muy conocido para que nos ocupemos de él en estas páginas. En el México independiente la división de los liberales continuó. En tanto unos proponían una sociedad teocrática regida por un gobierno monárquico o republicano pero con un parlamento formado por propietarios; los radicales ofrecieron un programa de reformas como la separación de la Iglesia y el Estado, la liberación del comercio y la educación, la destrucción, del latifundismo eclesiástico, y la abolición de los fueros del Clero y el ejército.

A base de sacrificios inauditos, la minoría liberal consiguió el triunfo, del cual resultaron favorecidos los moderados que se hicieron presentes a la hora de la adjudicación de los bienes eclesiásticos. Sobre todo después de la derrota de los imperialistas europeos, esos liberales acomodaticios se acogieron a la amplia amnistía decretada por el gobierno de Juárez. Ante una nación destrozada por las guerras se hizo un llamamiento a todos los mexicanos, aun aquellos que habían conspirado contra su patria y ensangrentado su suelo para defender sus intereses particulares y sus prejuicios; todos quedaron perdonados y pudieron vivir en paz, respetados en su miseria moral pero comprometidos a respetar a los demás; todo ello en beneficio del progreso y de la reconstrucción nacionales.

Desde años atrás, propiamente desde 1848, cuando se ejecutaba el desmembramiento del territorio de México como consecuencia de la guerra de rapiña emprendida por el imperialismo norteamericano, algunos intelectuales mexicanos entraron en contacto con la filosofía positiva. En ese año, un destacado político yucateco, que más tarde figuraría en el Congreso Constituyente de la República Liberal, Pedro Contreras Elizalde, formó parte de la Sociedad Positivista y asistió regularmente a sus reuniones en París, presididas por Comte. Este liberal fue el principal propagador del Positivismo en México, y por una invitación suya asistió Gabino Barreda a escuchar al jefe de esa escuela; por los cargos públicos que Barreda desempeñó en los gobiernos liberales estuvo en condiciones de influir  decisivamente en la  implantación del Positivismo como filosofía oficial del país.

La administración de Juárez posterior al triunfo de la República, se basó en "el respeto al derecho ajeno" como fórmula de unidad para que la nación estableciera un orden necesario que le permitiera alcanzar el progreso que todos anhelaban. El lema del Positivismo fue alterado en consecuencia, y quedó: Libertad, Orden y Progreso.

Barreda recibió el encargo de elaborar un plan de reconstrucción de la instrucción pública, Su proyecto, aprobado por Juárez, se extendió a la reconstrucción intelectual de la sociedad, aunque la preocupación principal fue el grave rezago educativo, que podría sintetizarse en las palabras de Ignacio Ramírez: "Siete millones en completa ignorancia (el país tenía ocho millones de habitantes); quinientos mil apenas sabiendo leer, escribir y muchas cosas inútiles; cuatrocientos mil con mejor instrucción, sin que ella se levante a la altura del siglo; y cosa de cien mil pedantes".

Para la reconstrucción intelectual de la sociedad fueron muy útiles los postulados del Positivismo, amestizado ya entre nosotros. La versión mexicana se formó de una mezcla de comtismo, spencerismo y stuarmillismo, más otros ingredientes de nuestro peculiar liberalismo. Este Positivismo ecléctico perseguía finalidades concretas; la principal era la de conservar el régimen burgués; y para ello servía la explicación de invariabilidad absoluta de las leyes del mundo (naturaleza y sociedad). Además, sustituir todo lo relativo a lo absoluto; mantenimiento del orden interior y de la paz exterior; proscribir de la enseñanza aquellas materias que suscitarán polémicas religiosas o políticas; sostener lo real y rechazar lo quimérico (y el socialismo era una quimera según los apóstoles de esta nueva religión); la oposición al socialismo era también el resultado de la oposición de lo preciso con lo vago, de lo útil por lo inútil, y de la certeza a la indecisión. De estos principios se derivaría una sociedad liberada de lo negativo, con un cuerpo de sabios al servicio del régimen constituido, con masas instruidas pero conformistas y ordenadas, alejadas de los problemas reales e ignorantes de la verdad en economía y política.

Las Universidades y los Colegios Civiles uniformaron sus planes de es­tudios conforme a estas ideas positivas, en la siguiente forma: Matemáticas, Cosmografía, Física, Química, Botánica, Zoología, Lógica y Moral, además de los idiomas modernos (inglés y francés casi siempre; rara vez otros). Esto en el nivel preparatorio. En el profesional no faltaba la Sociología y la Economía Política, pero orientadas conforme al sistema imperante. La enseñanza primaria se conformaba con seguir en líneas generales el plan descrito, y se regía por las normas vagas del laicismo, que en la práctica dejaba las puertas abiertas a la influencia clerical, En el aspecto pedagógico se mantuvo el verbalismo, el librismo, la palmeta, el castigo y la represión; hubo retroceso al insistirse en los métodos obsoletos de la enseñanza lancasteriana.

Hubo, sin embargo, como en épocas anteriores, personalidades rebeldes que formaban una minoría activa. Liberales de línea radical que descubrieron el engaño de aquel régimen que hablaba de libertad y la reprimía; que hablaba de orden, y empleaba la persecución como medio de mantenerlo; y entendía por progreso el enriquecimiento de los capitalistas extranjeros y sus agentes o coyotes locales. Puesta al descubierto la dictadura de Díaz, aquellos liberales se dispusieron a la pelea. Formaron el Partido Liberal Mexicano, cuyo lema era bastante elocuente: Tierra y Libertad, y opusieron a la filosofía oficial y a las argucias, de los "científicos", las doctrinas del anarcosindicalismo, que divulgaron entre los trabajadores llamándolos a la lucha por sus derechos: salarios justos, educación, tierra para los campesinos y justicia efectiva.

Estos liberales se ostentaban como herederos de Juárez y de los más radicales paladines de la generación reformista; "no hacernos otra cosa —decían— que continuar la obra de ese gran luchador, aunque empleando métodos distintos para procurar la emancipación de los trabajadores". Reconocían que Juárez, su paradigma, había quitado al clero sus propiedades, pero consideraban que el Benemérito había cometido un error al entregar esos bienes a la burguesía "en lugar de ponerlos en manos de los trabajadores". Exhortaban a los liberales a formar "una minoría enérgica y resuelta" que regenerara la sociedad, y pusieron como nombre a su combativo periódico: Regeneración.

Los moderados, encabezados por los "científicos" y demás gentes adictas a la dictadura, condenaron severamente a los radicales. Como en el pasado, les llamaron "jacobinos", "bolcheviques" (sobre todo después de 1915), "enemigos del orden", "antipatriotas", "irreligiosos", enemigos de Dios y del señor don Porfirio. Pero ellos continuaron en la lucha, clandestinamente, sin medios económicos, casi siempre en la cárcel, donde habría de morir su  más activo dirigente, Ricardo   Flores  Magón.

En 1910, un opositor de la línea moderada convocó a los mexicanos a rebelarse contra el gobierno. Francisco I. Madero se puso al frente de los antirreeleccionistas, con el lema burgués de "'Sufragio Efectivo. No Reelección". Los mexicanos en su mayoría apoyaron a Madero, sobre todo los obreros y los campesinos; los del Partido Liberal Mexicano no respaldaron esta acción. Para ellos, Madero era igual a Díaz, pues pertenecían a la misma clase social y ambos eran "traidores a la causa de la libertad”[11].

 


 

NOTAS

 

[1] Hacia   1820,  Inglaterra   sustituyó el  sistema proteccionista  por  el  librecambista. Este  cambio fue impulsado desde el  gobierno, representado por  jóvenes políticos  liberales, asociados   con  viejos  y   experimentados luchadores de   la  libertad.

[2] Comte   se   había  iniciado  como propagador  de  las  ideas  políticas  de  los  "sansimonianos"   o  sea los socialistas  utópicos   seguidores del   conde Saint-Simón,  el célebre sociólogo francés.

[3] Distingue tres grados del conocimiento humano, que se corresponden con otros tantos estados sociales. El teológico había sido representado por el catolicismo y el feudalismo; el metafísico por el protestantismo y la Revolución Francesa: y el positivo, que  estaba por venir como consecuencia del progreso social.

[4] El filósofo  inglés John  Stuart  Mill  dice que en  Inglaterra "las  nueve décimas partes de la labor interna que en otros sitios dependen del gobierno, se realizaban por factores independientes de él". Autobiography, p.   116.

[5] R. L. Hawkins.   Positivism in the Uniled States...,  p.   176.

[6] B.  Constant.   La liberté.., p.   312.

[7] C.  V. Shields. Considerations..., estudio preliminar, p. XXXI.

[8] J. Sitian Mili. Principes of Political Economy, líb. V, cap. II.

[9] L. A.   Sánchez.   Nuera   historia..., pp.   439-442.

[10] J. Ingenieros. El porvenir de la Universidad, p. 75.

[11] Vid.  Regeneración,...  passim.