Pensamiento Filosófico y Humanidades I: El ejercicio de filosofar y la perspectiva humanista

 

Unidad Dos: Formular preguntas significativas y el caso filosófico.

 


 


2.0 ¿Hacer filosofía?


Los filósofos han debatido durante mucho tiempo si el mundo existe independientemente de cómo interpretamos los estímulos sensoriales. Si bien esta puede ser una pregunta provocativa, lo cierto es que el cerebro reconoce e interpreta los estímulos según procesos bien establecidos. De hecho, sea lo que sea el mundo, los humanos lo entendemos de maneras que la ciencia puede explicar. La psicofísica estudia la relación entre un estímulo físico y la sensación que produce. Más concretamente, analiza los procesos de análisis sensorial, la experiencia de cada sujeto al variar sistemáticamente las propiedades de un estimulante físico en una o más dimensiones. Supongamos que estás en el mercado. El cartel dice: «Por favor, no manipule la fruta». Así que, por supuesto, no puedes resistirte. Un melón se siente duro al tacto, así que aprietas otro. Se siente suave y maduro... perfecto para tus invitados esta noche. Tu respuesta sensorial al estímulo —la flexibilidad de la fruta— te lleva a elegir un espécimen sobre otro. Esta es una respuesta educada, adquirida durante años de no seguir las normas de los supermercados. Has desarrollado todo un repertorio de tales respuestas (por ejemplo, a las piñas, los aguacates y los tomates). Sabes cuándo una fruta está blanda y cuándo está demasiado blanda, quizá a punto de pudrirse. En todos los casos, tú (o alguien que sepa cómo reaccionas) estás actuando según los principios de la psicofísica. De hecho, estos principios se ven en todas partes. Los niños se estimulan con juguetes brillantes y tienden a agarrarlos con preferencia a los juguetes "naturales" de color tierra. Se estimulan con animales de peluche que parecen reales y que conocen y adoran, por eso la tienda de un zoológico vende tantos pandas de peluche a las familias que los visitan. La tienda ha aprendido que los niños reaccionan más rápidamente al ver un panda que, por ejemplo, a un ave rara. La psicofísica es enormemente valiosa para los profesionales del marketing. Pero sus raíces se encuentran en el laboratorio de ciencias del comportamiento. Es un hecho simple que los científicos del comportamiento pueden medir, con precisión, respuestas diferenciales a pequeñas diferencias en los estímulos. 


¿Cuáles son las relaciones entre los estímulos en el mundo físico y las sensaciones de los sujetos humanos? Las técnicas cuantitativas de los psicólogos experimentales, perseguidas durante dos siglos, han producido respuestas precisas. Brevemente, destacamos aquí tres desarrollos principales: de Weber, Fechner y Stevens, y argumentamos que sus logros se acercan a la "ciencia dura". Hace unos dos siglos, los psicólogos matemáticos lanzaron su campo con cuatro tipos de preguntas[1]. La primera involucraba la detección: "¿Hay un estímulo?". Luego, el reconocimiento: "¿Qué es?". Tercero, la discriminación: "¿Es un segundo estímulo diferente del primero?". Y cuarto, la cuantificación de la diferencia: "¿Exactamente qué tan diferente es el segundo del primero?". 


Así que la mayoría de nosotros, incluso aquellos que no pensamos en ello en absoluto, tenemos algo así como respuestas a las preguntas básicas de la filosofía: ¿qué debemos hacer?, ¿qué hay?, ¿cómo sabemos? De hecho, es extremadamente difícil evitarlo, incluso con un esfuerzo consciente. Considere a alguien que, al rechazar la filosofía diciendo que es inútil, se coloca ya dentro de un sistema de valores. En segundo lugar, en el momento en que esa persona esté dispuesta a explicar, aunque sea de manera breve y dogmática, por qué la filosofía es inútil, estará hablando sobre la ineficacia de ciertos pensamientos o sobre la incapacidad de los seres humanos para tratar ciertos tipos de preguntas. Entonces, en lugar de rechazar la filosofía, se habrá convertido en otra voz dentro de ella: una voz escéptica, hay que admitirlo, pero la filosofía nunca ha estado exenta de voces escépticas, desde los primeros tiempos hasta el día de hoy. También podría explicarse que descubrir que los seres humanos simplemente no pueden hacer frente a ciertos tipos de preguntas —y realizar verdaderamente ese descubrimiento, en lugar de asumir perezosamente que ya lo sabemos— no es una experiencia sin valor ni sin consecuencias. ¿Seguramente esto no puede ser cierto? Imagínese lo distinto que habría sido el mundo si todos hubiéramos estado convencidos de que los seres humanos no están preparados para responder ninguna pregunta sobre la naturaleza o incluso sobre la existencia de un dios. En otras palabras, si todos estuviéramos persuadidos de que no hay respuesta posible a tales preguntas legítimas, ninguno de nosotros habría creído nunca que existía una respuesta para el anarquista.


Se te podría ocurrir que tal vez haya personas que ni siquiera piensen que valga la pena entrar en esta discusión, aunque sea brevemente, ni siquiera para apoyar la postura escéptica que acabo de mencionar. Y tendrías razón, pero eso no quiere decir que no tengas una filosofía. Lejos de eso. Puede significar que no están preparados para “filosofar”, para exponer sus puntos de vista y argumentos o disertar sobre ellos. Pero eso no significa que no tengan valores duraderos, nada que consideren sistemáticamente que valga la pena. Podrían pensar, por ejemplo, que la verdadera experiencia en hacer algo es más deseable que cualquier cantidad de conocimiento teórico. El ideal no sería tanto la comprensión de la naturaleza de la realidad como la capacidad de volverse uno con ella en la ejecución de alguna actividad particular: haberse entrenado para hacer algo sin esfuerzo consciente, como si fuera por instinto natural perfectamente perfeccionado. No solo estoy inventando a estas personas; gran parte del pensamiento se inclina fuertemente en esta dirección. Y este ideal —el de apuntar a un cierto tipo de irreflexión— fue el resultado de una gran cantidad de pensamiento previo.


Si la filosofía está tan cerca de nosotros, ¿por qué tanta gente piensa que es algo muy abstracto y bastante extraño? No es que simplemente estén equivocados: algunas filosofías son, en efecto, extrañas y complejas. Eso se debe a que la mejor filosofía no solo presenta algunos hechos nuevos que podamos agregar a nuestro stock de información, o algunas máximas nuevas para ampliar nuestra lista de lo que se debe y no se debe hacer, sino que encarna una imagen del mundo y/o un conjunto de valores; y, a menos que estos ya sean tuyos, es inevitable que parezcan muy peculiares. Si no parece peculiar, no lo has comprendido. La buena filosofía expande tu imaginación. Alguna filosofía está cerca de nosotros, seamos quienes seamos.


Pero no hay necesidad de iniciar desde lo más profundo; comencemos en el extremo poco profundo, donde todos ya estamos parados en la tierra. Recuerda, sin embargo, que esto no significa necesariamente que todos estemos parados en el mismo lugar: lo que es superficial y familiar, y lo que es profundo y extraño, puede depender de dónde y cuándo se haya entrado. En otras palabras, ¿para qué sirve la filosofía? Hay demasiada filosofía, compuesta bajo una gama demasiado amplia de condiciones, como para que haya una respuesta general a la pregunta. Pero ciertamente se puede decir que una gran parte de la filosofía ha sido concebida como un medio para la salvación, aunque lo que debamos comprender por salvación ha variado tanto como la filosofía misma. Un budista diría que la filosofía es el alivio del sufrimiento humano y el logro de la iluminación; un hindú dirá que nos enseña a vivir; y en la Ilustración se refiere a la razón en los desiertos, que determina las formas futuras de existir.


2.1 Método: discutir


No toda la filosofía ha surgido de la necesidad de una forma integral de vivir y morir. Pero la mayoría de la filosofía que ha perdurado ha surgido de alguna motivación apremiante o de una creencia profundamente sentida. Buscar la verdad y la sabiduría puramente por su propio bien puede ser una buena idea, pero la historia sugiere que una buena idea es, prácticamente, todo lo que es. Los filósofos no solo resuelven pequeños acertijos; entraron en el debate de las ideas para cambiar el curso de la civilización.


Si el sentido común está fuera de contacto con la realidad, entonces ni la filosofía ni las ciencias naturales tienen muchas posibilidades de ponernos en contacto con ella, ya que ambas dependen, en última instancia, de los métodos de conocimiento del sentido común. Pero, ¿no es acaso demasiado optimista suponer que el sentido común no está totalmente fuera de contacto con la realidad? ¿No habrían evolucionado las creencias del sentido común para ser prácticamente útiles, en lugar de verdaderas o incluso aproximadamente verdaderas? ¿Y las diferencias de sentido común entre una sociedad o época y otra no sugieren que esos sentidos comunes no reflejan la realidad?


Esos argumentos escépticos no son sólidos. Primero, las creencias verdaderas tienden a ser más útiles en la práctica que las creencias falsas. En segundo lugar, tendemos a encontrar los desacuerdos en el sentido común más sorprendentes y, por tanto, más interesantes que los acuerdos, que eran esperados y, por lo tanto, aburridos. Dado que nuestra atención se centra en los desacuerdos, es probable que sobreestimemos el alcance del desacuerdo en comparación con todos los acuerdos de fondo. La experiencia sugiere que dos grupos cualesquiera de seres humanos en contacto entre sí lograrán comunicarse: las diferencias en el sentido común no son demasiado profundas para impedir la comunicación.


La práctica de probar teorías filosóficas contra el conocimiento de sentido común es, por lo tanto, bastante razonable. También lo es la práctica de impugnar supuestos casos de conocimiento de sentido común dados motivos específicos para hacerlo. En la práctica, puede ser difícil decir qué debería contar como parte de nuestra evidencia. Pero lo mismo ocurre con las ciencias naturales: la evidencia simple está en principio abierta a desafíos. 


Las conferencias sobre filosofía tienen mucho en común con las conferencias académicas sobre cualquier otra cosa. Pero en un aspecto difieren. Entre los filósofos, una conferencia a menudo importa menos que lo que sigue: el período de preguntas y respuestas. Ese momento es su mayor alegría. Es entonces cuando se ponen a prueba los argumentos y conclusiones del orador. Los interrogadores proponen contraejemplos, alegan falacias y disciernen ambigüedades. En respuesta, el hablante lucha por la vida de sus preciadas ideas. Los intercambios continúan, de un lado a otro, en varios turnos. El resto de la audiencia observa y escucha atentamente, como si siguiera una partida de ajedrez, tratando de averiguar quién está ganando. A veces se ofrece un empate con las palabras, “es un enfrentamiento” y se acepta tácitamente; a veces, la silla interviene para acortar un punto muerto. Hay un código de señales para continuar atendiendo la siguiente pregunta, así una conferencia seria puede programar una hora para preguntas y respuestas después de cada exposición. Pero las reglas de discusión son mucho menos claras que las reglas del ajedrez, y pueden ser disputadas por los desacuerdos sobre la legitimidad o el efecto de una jugada.


El fenómeno de dos bandos que discuten entre sí es demasiado central para la práctica filosófica como para ser descartado como mera mala conducta. Está íntimamente ligado al punto de partida de la filosofía: la disputa de ideas. Porque, ¿cómo puede uno descubrir los límites del sentido común y trascenderlos? Una respuesta natural es confrontarse con alguien cuyo sentido común entra en conflicto con el propio. Al discutir, ambas partes tienen la oportunidad de poner a prueba las fortalezas y debilidades de sus premisas. La investigación intelectual no prospera si se ocultan los desencuentros bajo la alfombra como forma de popularidad o para evitar conflictos. Los desacuerdos relevantes deben salir a la luz; suprimirlos es impedir que florezca el pensamiento. He conocido culturas en las que la crítica dura se considera vulgar, inapropiada; en esos hábitats ideales sin disputas, erraríamos al silenciar la discusión de las ideas. Hay un eslogan cómodo: la discusión debe ser constructiva, no destructiva. Suena trivial, pero imagine decirle a los planificadores académicos (profesores) que siempre deben repetir información sin nunca construir explicaciones, justificaciones, fundamentos, teorías, narrativas, predictores, modelos, cálculos… ¿Qué ocurre cuando el espacio intelectual se llena de ideas inertes, sin posibilidad de confrontación? En filosofía o ciencia, cuando el fin de la historia de las ideas parece alcanzado, nada compite por una atención más profunda. Si queremos comprender qué tipo de discusión nos conducirá mejor a responder preguntas filosóficas, debemos ir más allá de eslóganes y frases simplistas: necesitamos debate genuino, arriesgado y crítico.


Por supuesto, la mayoría de las discusiones filosóficas están mucho menos estructuradas formalmente que un juego de lógica. Sin embargo, tales juegos proporcionan un buen modoso de cómo, en condiciones adecuadas, un marco de confrontación puede servir a la búsqueda de la verdad. 


2.2 Método: clarificar términos 


Si le preguntas a un filósofo si tienes libre albedrío, es poco probable que obtengas una respuesta directa, un simple sí o no. En cambio, te dirá: depende de lo que se entienda por libre albedrío. Si preguntas si tus decisiones causan tus acciones, seguramente, a menudo lo hacen. Pero si preguntas si son causas no causadas de tus acciones, seguramente no. Tus decisiones están determinadas por tus creencias y deseos, y esas creencias y deseos, a su vez, tienen sus propias causas, y así sucesivamente. Si sientes que querías decir otra cosa cuando hablas de libre albedrío, el filósofo te invitará a examinar qué podría ser eso que realmente quieres decir.


Es común entre los filósofos, al iniciar una conversación, decir a sus interlocutores: “Todo depende de lo que quieras decir con…”. El estereotipo del filósofo se convirtió en alguien que pregunta “¿qué quieres decir?” en lugar de “¿cómo lo sabes?”. Esa es la versión popular de la tendencia filosófica del siglo XX, a menudo llamada el giro lingüístico. Muchos filósofos esperaron volver la filosofía menos disputable aclarando los términos y escapando así de los argumentos inútiles o estancados. Quizás —pensaban— muchas disputas sean meramente verbales.


Si una persona dice: “La temperatura es de 0 grados” y otra responde: “No, es de 32”, parecería que no están de acuerdo; pero si el primero se refiere a grados Celsius y el segundo a grados Fahrenheit, en realidad hay un acuerdo subyacente sobre la temperatura. De manera similar, cuando el filósofo A dice: “Tenemos libre albedrío”, y el filósofo B responde: “No tenemos libre albedrío”, la apariencia verbal de una disputa puede enmascarar un acuerdo subyacente, si cada uno entiende algo distinto por libre albedrío. Si advertimos esa ambigüedad, podemos resolverla introduciendo términos diferentes para los distintos significados —tal vez A-libre para lo que A quiere decir y B-libre para lo que B entiende—. De ese modo, ambos pueden afirmar sin conflicto: “Tenemos A-libre albedrío, pero no B-libre albedrío”. Cada uno obtiene lo que buscaba, sin que parezca existir un desacuerdo real.


Si tenemos que decir qué queremos decir con una palabra, una definición puede ser más útil que otra, pero no más cierta. Por ejemplo, en matemáticas es más conveniente definir la palabra “primo” de modo que no incluya al número 1, pero tomar la decisión opuesta no habría producido teoremas falsos, sino simplemente teoremas formulados de manera diferente. Según Rudolf Carnap (1891–1970), cuando los filósofos se plantean lo que parecen ser preguntas teóricas profundas sobre la naturaleza de la realidad —por ejemplo, “¿existen los números?”—, lo que en realidad está en juego es una cuestión práctica: ¿qué lenguaje sería más fructífero utilizar con fines científicos? Si los científicos emplean un lenguaje teórico en el que la palabra “número” es lógicamente análoga a la palabra “planeta”, cabe preguntar si eso facilitará o entorpecerá su trabajo. Algunos lenguajes pueden expresar más que otros, pero ese mayor poder expresivo conlleva tanto beneficios como costos: la posibilidad de una complejidad conceptual difícil de manejar.


Para Ludwig Wittgenstein (1889-1951), los problemas filosóficos surgen porque nuestro lenguaje ordinario ejerce una profunda atracción que nos conduce hacia confusiones. Así, nos preguntamos cómo podemos pensar en cosas que no están en ninguna parte. Pero una investigación más profunda revela los límites de las analogías que nos confunden: por ejemplo, entre “siete” y “Danubio”. “Interrumpíos siete veces” tiene sentido; “interrumpíos los tiempos del Danubio” no lo tiene. Obviamente, lo que interesó a Carnap y a Wittgenstein no fue la palabra de seis letras “número” en sí. La mayoría de los problemas filosóficos sobrevivirían a su traducción con otra palabra en otro idioma. Este punto suele expresarse diciendo que lo importante no es la palabra “número”, sino el concepto de número. Diferentes palabras pueden expresar el mismo concepto o tener el mismo significado. Para ellos, la filosofía plantea preguntas conceptuales, no meramente verbales. Su tarea es aclarar conceptos y resolver confusiones conceptuales. En el siglo XX, muchos filósofos sostuvieron tales puntos de vista, y muchos aún lo hacen. Naturalmente, estas perspectivas influyen en la forma en que se practica la filosofía misma.


Conceptos aclaratorios. Si esa es la descripción del trabajo de la filosofía, entonces tiene algo útil que hacer sin intentar, irremediablemente, rivalizar con la ciencia. En esa imagen, los filósofos ponen los conceptos en buen estado de funcionamiento, como si fueran parte de un sistema, mientras que otros realmente los ponen en práctica. La imagen también parece legitimar la forma de hacer filosofía de sillón, y explica por qué los filósofos no tienen necesidad de salir a mirar el mundo o experimentar con él: ya poseen los conceptos bajo investigación por su competencia en un lenguaje que los expresa, ya sea un lenguaje natural, como el español o el inglés, o una notación artificial inventada y definida por reglas explícitas (como los lenguajes de computadora). No es como estudiar un lenguaje extranjero desde fuera.


En la práctica, las esperanzas de que este giro lingüístico o conceptual hiciera que la filosofía fuera menos discutible se han desvanecido. Identificar las reglas tácitas del propio lenguaje resulta muy difícil. Si alguna vez has ayudado a alguien a aprender su lengua nativa, probablemente hayas tenido la experiencia de saber que algo sonaba mal, pero sin poder explicar por qué, qué tecla había roto. La primera, segunda y tercera conjetura sobre las reglas suelen ser incorrectas, incluso cuando las hacen lingüistas capacitados. Aun así, por lo general pueden hacerlo mejor que las personas sin formación lingüística, a veces comparando su lengua nativa con otros lenguajes. Aunque se puede lograr un progreso significativo en la comprensión de las reglas del lenguaje nativo desde el sillón, no es un método completamente adecuado. Si pasamos de describir cómo se usan las palabras actualmente a decir cómo podría ser útil usarlas en el futuro, las cosas son igual de controvertidas, porque la gente no está de acuerdo sobre cuáles serían los efectos y si realmente constituirían una mejora.


Aun así, las palabras a veces necesitan aclaraciones. Esto se aplica a todas las formas de investigación, no solo a la filosofía. Por ejemplo, los físicos distinguen dos sentidos de la palabra “masa”: la masa relativista, definida en términos de energía total, y la masa propia, definida en términos de energía no cinética. Confundir ambos términos conduciría a errores. Del mismo modo, los historiadores que usan la palabra “feudalismo” aclaran cómo la entienden, porque algunas sociedades, en ciertos períodos, cuentan como “feudales” según una definición, pero no según otra. Ni los físicos ni los historiadores tuvieron que esperar a que los filósofos les hicieran esa aclaración. La necesidad de distinguir significados se hizo evidente para ellos a medida que se desarrollaba su propio campo de estudio. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿la clarificación conceptual juega un papel especial en la filosofía, o cumple allí una función similar —más o menos— a la que desempeña en toda forma de investigación seria?


La detección de la ambigüedad puede desempeñar un papel más importante y sistemático en la filosofía que en cualquier otra forma de investigación, con la posible excepción de la crítica literaria. Los filósofos están entrenados para estar alerta ante la ambigüedad. Pero esa es una diferencia de grado, no de tipo. Para los físicos o historiadores, resolver la falta de claridad en términos como “masa” o “feudalismo” es un preliminar a su investigación principal, como limpiar un cuchillo quirúrgico antes de usarlo en un paciente.  La afirmación sorprendente es que, para los filósofos, tal aclaración no es preliminar a su investigación principal, sino la investigación principal misma. ¿Puede ser cierta esa afirmación?


Nunca podemos esperar que nuestras palabras sean perfectamente precisas. Porque para hacer una palabra más precisa, debemos usar otras palabras que son en sí mismas hasta cierto punto vagas, y esa vaguedad infectaría nuestras aclaraciones. La verdad a veces se puede reducir, pero nunca se puede eliminar, ni del lenguaje ni del pensamiento. Los esfuerzos de aclaración deben concentrarse donde exista una necesidad especial. La necesidad puede ser teórica o práctica. La aclaración conceptual serrada de tales necesidades teóricas o prácticas no tiene sentido. 


Los fanáticos de la filosofía como aclaración conceptual a veces sugieren que nos ofrece comprensión en lugar de conocimiento. Pero esa es una falsa dicotomía. Si no sabes por qué el cielo es azul, tampoco comprendes por qué es azul. A medida que aprendes más, obtienes más conocimiento. La idea de aumentar la comprensión sin aumentar el conocimiento es una ilusión, por muy tentadora que sea, en la filosofía como en cualquier otro ámbito.


Algunos filósofos de las matemáticas sostienen que estudian objetos matemáticos —como números o conjuntos— que no están en el espacio ni en el tiempo, pero que son tan reales como cualquier otra cosa que exista. Ese punto de vista se llama platonismo, porque se asemeja a la teoría de las formas abstractas de Platón. El platónico moderno más distinguido fue Kurt Gödel, uno de los lógicos más grandes de todos los tiempos. Los filósofos que consideran que su tarea es diagnosticar la confusión conceptual suelen acusar a los platónicos de confundir los tipos de significado que poseen los términos matemáticos —como “el conjunto vacío”— con los significados de los términos que usamos para referirnos a objetos ordinarios en el espacio y el tiempo —como “una caja vacía”. Su diagnóstico es que los platónicos asumen ingenuamente que, dado que usamos ciertos términos para referirnos a objetos físicos, debemos usar también expresiones como “el conjunto vacío” para referirnos a objetos matemáticos. Aquellos que hacen ese diagnóstico de conceptos saben mucha menos lógica y matemáticas que los platónicos cuyo punto de vista están descartando. De todos modos, la evidencia no respalda su diagnóstico. La mayoría de los platónicos no se sienten forzados a su punto de vista por analogías lingüísticas. En cambio, como Gödel, aceptan el platonismo porque lo encuentran crucial para la mejor explicación de lo que están haciendo los matemáticos. Ya sea que el daltonismo sea verdadero o falso, no se basa en la mera confusión. 


2.3 Método: concepto y concepciones


A veces se establece una distinción entre conceptos y concepciones. Un concepto es más parecido a una definición de diccionario. Los diccionarios son para los conceptos; las enciclopedias, para las concepciones. Si distinguimos conceptos de concepciones, entonces las preguntas conceptuales son especiales, porque se refieren a definiciones. Aclarar los conceptos de uno es definir los términos que utiliza. Una ventaja de distinguir conceptos de concepciones es que ello explica cómo el conocimiento puede comunicarse de una persona a otra y preservarse en el tiempo. Las concepciones son personales y fugaces, pero las definiciones pueden ser compartidas y estables. La visión de los conceptos como definiciones también sustenta la idea de la filosofía como análisis conceptual. Por supuesto, los filósofos se han interesado particularmente en el análisis de conceptos centrales como el conocimiento, el significado, la causalidad, la ética y la verdad. Sin embargo, el modelo del diccionario no nos lleva muy lejos. Incluso para palabras como color “rojo”, la comparación ordinaria tiene mucho menos que ver con una definición de diccionario que con nuestra capacidad para reconocerla dentro de un sistema de referencia compartido. En filosofía, los conceptos son constructos: intentos de los filósofos por proporcionar tales definiciones, intentos que tienen un largo historial de fracasos. Es la búsqueda de la verdad conceptual.


¿Cómo podemos saber si una verdad es conceptual o no? Una idea es que, si una proposición expresa una verdad conceptual, todos los que la entienden la aceptarán. Pero el asentimiento universal es un estándar demasiado alto para quienes aman los conceptos. No está claro que pueda establecerse una distinción realmente útil entre verdades conceptuales y no conceptuales. 


Afortunadamente, el valor de la aclaración no depende de ninguna distinción entre cuestiones conceptuales o no conceptuales. Pensemos, por ejemplo, en las matemáticas, la rama más clara y precisa de la investigación humana. Los matemáticos suelen usar definiciones explícitas, pero si rastreamos sus cadenas de definiciones, siempre llegamos a términos indefinidos: sus definiciones no forman círculos ni continúan hasta el infinito. En la matemática moderna, estos términos indefinidos suelen pertenecer a la teoría de conjuntos, el marco estándar. El principal término indefinido en matemáticas es , el símbolo de pertenencia a conjuntos. La fórmula x y significa que x pertenece al conjunto y —digamos, al conjunto de los números primos—. No existe una definición matemática estándar de “pertenecer” o de “conjunto”. Los libros introductorios suelen ofrecer una analogía cotidiana con colecciones de objetos, aunque aclaran que esas comparaciones son inadecuadas: los sellos de una colección filatélica están reunidos en un sentido totalmente irrelevante para las matemáticas.


Sin embargo, esta falta de definición no representa un problema para las matemáticas. La razón es que los matemáticos disponen de una poderosa teoría axiomática de conjuntos, que brinda abundante información sobre qué conjuntos existen.


Por ejemplo:

Un axioma establece que para cada conjunto existe otro cuyos miembros son todos los subconjuntos del primero.

Otro afirma que existe al menos un conjunto infinito.

Otro sostiene que dos conjuntos con los mismos miembros son idénticos.

Y así sucesivamente.


Para la mayoría de los propósitos matemáticos, la teoría de conjuntos ofrece justo lo que los matemáticos necesitan para razonar clara y rigurosamente sobre los conjuntos. Los axiomas son, sin duda, plausibles, pero no tienen una pretensión evidente de ser verdades conceptuales. Es perfectamente posible entender lo que dicen y aun así dudar de su validez. Con todo, el éxito de las matemáticas modernas constituye una fuerte evidencia a su favor.


Algunas personas intentan convertir los axiomas de la teoría de conjuntos en una definición del término “estructura teórica de conjuntos”. La idea es que una estructura es una “teoría de conjuntos” si obedece a todos los axiomas de dicha teoría. Pero este intento resulta inútil, ya que, para poner en práctica tal definición, los matemáticos necesitarían una teoría de estructuras que se parecería notablemente a la teoría de conjuntos disfrazada. No se habría logrado ningún progreso.


Como modelo para la filosofía, las matemáticas básicas son mucho más útiles que el diccionario. Lo que necesitamos para un razonamiento claro no son “verdades por definición” triviales, sino una teoría sólida y explícitamente articulada. La claridad no apunta a un estándar mítico de indubitabilidad; más bien, su objetivo es hacer que los errores en nuestro razonamiento sean claramente visibles, como lo son en las matemáticas. Si escuchas a alguien negar el valor de la claridad, pregúntale por qué no querría que los errores en el razonamiento se hicieran visibles.


2.4 Método: hacer experimentos mentales


Imagina a alguien que ve lo que parece ser humo a lo lejos. Piensa: hay un incendio allí. Pero hay una trampa. El fuego aún no ha comenzado a humear: solo se ha encendido para cocinar un poco de carne. Lo que ve es, en realidad, una nube de moscas que se han reunido porque huelen la carne. ¿Sabe que hay un incendio allí? Él cree que hay un incendio allí, y lo cree verdaderamente, en el sentido de que la mayoría de las personas razonables en su posición —con su misma evidencia— formarían la misma creencia. Pero no parece saber que hay un incendio allí. Después de todo, tiene razón por pura suerte. Tal vez las moscas se habrían reunido incluso antes de que se encendiera el fuego. Por tanto, una creencia puede ser razonable y verdadera sin llegar a constituir conocimiento. 


Ese caso fue presentado por Dharmottara (alrededor del 740–800), un filósofo budista. Lo usó para mostrar algo importante sobre la naturaleza del conocimiento. Sin embargo, sus escritos eran desconocidos para los filósofos de Europa y América. En la década de 1950, el análisis estándar del conocimiento era el de una creencia verdadera justificada (o razonable). Luego, independientemente de Dharmottara, el filósofo Edmund Gettier ideó casos similares. En un breve artículo de 1963, los utilizó para refutar dicho análisis. El resultado fue una auténtica revolución en la epistemología, la teoría del conocimiento. La gran pregunta fue: dado que el conocimiento no es una mera creencia verdadera justificada, ¿qué más es? Se propusieron docenas de respuestas alternativas. Una tras otra, ellas también fueron víctimas de nuevos contraejemplos. Los intentos de análisis del conocimiento tuvieron que volverse cada vez más complejos, al igual que los propios contraejemplos. Tal vez, después de todo, no deberíamos tratar de reducir el conocimiento a otros factores, porque el conocimiento es, de alguna manera, más básico que la creencia.


Tales episodios muestran hasta qué punto la filosofía puede inspirarse y guiarse por ejemplos. Una teoría puede parecer plausible —incluso convincente— a primera vista, o durante generaciones de pensadores inteligentes y altamente capacitados, pero colapsar cuando se enfrenta a un contraejemplo adecuado. Si no confrontamos nuestras teorías con ejemplos difíciles, no las estamos probando realmente. Las aceptamos sin crítica, haciéndonos la vida demasiado fácil.


Una característica sorprendente de muchos ejemplos filosóficos es que son imaginarios. No sabemos si Dharmottara alguna vez presenció o escuchó un caso real como el que describió. Pero el punto es que no importa: tenemos que imaginarlo, incluso si nunca ocurrió. Aunque tal caso jamás haya sucedido, claramente podría haber sucedido, y eso basta para mostrar que la creencia verdadera razonable no es suficiente para constituir conocimiento. La creencia verdadera razonable sin conocimiento es posible.


Si alguien solicitara una gran subvención para poner a prueba casos “al estilo Dharmottara” en la vida real —engañando a la gente para que crea que “hay un incendio allí”—, sería un desperdicio de dinero, porque la lección ya está clara: no siempre es necesario que algo sea real para demostrar que es posible. Nunca he dado una conferencia sosteniendo una manzana en la mano todo el tiempo, pero sé que sería capaz de hacerlo. El ejemplo de Dharmottara es un experimento mental. Imaginemos un caso engañoso de creencia verdadera razonable. La teoría filosófica objeto predice que sería un caso de conocimiento. Pero, independientemente de la teoría, claramente no lo es. Por lo tanto, la teoría es falsa.


Aunque los experimentos mentales son de uso generalizado, suenan como una trampa. Después de todo, los físicos tienen que realizar experimentos y observar los datos. No parece suficiente que simplemente imaginen, como Einstein en su rayo de luz, experimentos mentales acompañados de sofisticados cálculos. ¿Cómo es que los filósofos y los físicos teóricos pueden salirse con la suya simplemente sentados en sus sillones e imaginando todo?


Aunque los experimentos mentales son de uso generalizado, suenan como una trampa. Después de todo, los físicos tienen que realizar experimentos y observar los datos. No parece suficiente que simplemente imaginen, como Einstein en su rayo de luz, experimentos mentales acompañados de sofisticados cálculos. ¿Cómo es que los filósofos y los físicos teóricos pueden salirse con la suya simplemente sentados en sus sillones e imaginando todo?


Parte de la respuesta es que las teorías filosóficas suelen sostener alguna generalización: pretenden valer en todos los casos posibles, no solo en los reales. Gettier criticaba a los filósofos que afirmaban que no hay caso posible de conocimiento sin creencia verdadera justificada, o de creencia verdadera justificada sin conocimiento. Si se hubiera enfrentado a filósofos más modestos, que solo afirmaran que no hay un caso real de conocimiento sin una creencia verdadera justificada —o viceversa—, entonces, para refutarlos, habría necesitado un ejemplo de una persona real que efectivamente sostuviera una creencia verdadera justificada sin poseer conocimiento.


Filosóficamente, las afirmaciones sobre todos los casos posibles tienden a ser más reveladoras que aquellas restringidas a los casos reales, ya que las primeras muestran más sobre la naturaleza subyacente de lo que está en cuestión, como el conocimiento. Por el contrario, una generalización sobre casos reales puede ser cierta simplemente por una coincidencia afortunada o engañosa. Una moneda justa puede salir cara en todos los lanzamientos reales, aunque eso no revele su verdadera probabilidad.


Al criticar la teoría según la cual los cuerpos más pesados caen más rápido que los más ligeros, Galileo la desafió mediante un experimento mental. Imaginó un objeto pesado y otro ligero unidos por una cuerda que se dejan caer desde una torre. Si la teoría tradicional fuera cierta, el objeto más ligero debería retrasar la caída del más pesado; sin embargo, al estar unidos, ambos deberían caer más rápido que cualquiera de los dos por separado. La contradicción revela el error de la hipótesis inicial. Einstein, siglos después, también se inspiró en un experimento mental. Se preguntó: si cabalgara sobre un rayo de luz, ¿qué vería? Esa pregunta, tan simple como profunda, lo condujo a repensar la naturaleza del espacio, el tiempo y el movimiento, y a formular su teoría de la relatividad.? 


¿Intuición?


Desafortunadamente, algunos filósofos han descrito los experimentos mentales como si fueran algo excepcional y misterioso. La “intuición” que los guía suena, en tales relatos, como un extraño oráculo interior que nos orienta o desvía desde las profundidades de la mente. Pero para aclarar este punto es importante notar que tales “intuiciones” no se reducen a la pura imaginación.

Como vimos, no importa si juzgamos “él no sabe —el observador que está siendo engañado—” al imaginar un escenario hipotético o al observar un caso real del mismo tipo: los datos del pensamiento suelen ser contrafactuales, pero el resultado filosófico es el mismo. Según los defensores de la intuición, confiamos en ella incluso cuando emitimos juicios sobre casos reales. En su opinión, no solo usamos la intuición para problemas complejos, sino también para los más simples y cotidianos.


¿Todos los juicios se basan entonces en la intuición? Tal amplitud haría de esta categoría algo demasiado vago e indiscriminado para ser útil. No todos los juicios que llamamos “intuitivos” se oponen a la evidencia empírica, ni la sustituyen. En los experimentos mentales lo que hacemos es imaginar alternativas estructurales a las leyes de lo real, y de algún modo emitir un juicio que espera ser refutado o confirmado por la experiencia. En ese sentido, el experimento mental se apoya en una racionalidad que intuye, una forma de pensamiento que se mueve entre lo imaginado y lo posible.


Trazar la línea entre los juicios intuitivos y los no intuitivos de esa manera tiene un resultado significativo: todo pensamiento no intuitivo se basa en pensamiento intuitivo. Si el pensamiento racional retrocede a través de los procesos conscientes de inferencia en los que se apoya, tarde o temprano llega a un punto de partida que no depende de un razonamiento explícito, y que por lo tanto cuenta como pensamiento intuitivo. En consecuencia, la dependencia de la filosofía respecto del pensamiento intuitivo no revela nada excepcional sobre ella, porque todo pensamiento se origina en la intuición.


Incluso cuando los físicos desarrollan inferencias rigurosas, realizan cálculos y observaciones precisas, siguen confiando en la intuición: su pensamiento tiene que comenzar en alguna parte. Eso no lo hace irracional; simplemente muestra que la intuición es el suelo invisible del pensamiento racional, la chispa silenciosa que da origen al conocimiento.


2.5 Método: comparación de teorías


La teoría del todo. Las teorías filosóficas, como las teorías en cualquier otro ámbito, son respuestas a preguntas. Por supuesto, rara vez dignificamos con el nombre de “teoría” las respuestas a preguntas fáciles:

—¿Dónde está el martillo del carpintero?

—Allí.

Pero en una investigación de asesinato, los detectives pueden formular la teoría de que el martillo del carpintero se encuentra en un bosque cercano. Las preguntas de los científicos suelen ser más generales, y las de los filósofos se sitúan entre las más generales de todas. Antes de que existiera una distinción entre filosofía y ciencias naturales, la gente se preguntaba: ¿De qué está hecho el mundo? Una pregunta estrechamente relacionada sería: ¿Está hecho el mundo de materia? ¿Todo es materia? ¿Acaso no hay también información o elementos mentales? En la filosofía contemporánea, el materialismo ha sido reemplazado por el fisicalismo, doctrina que sostiene que todo es físico. Esto significa que cualquier cosa que exista está regida por leyes físicas: los campos electromagnéticos, los de Higgs, los gravitacionales y el propio espacio-tiempo, así como la materia. Los fisicalistas sostienen: tome el mundo tal como lo describe la física, tanto en su forma actual como en sus posibilidades contrafactuales; eso es todo, no hay nada más. Por supuesto, no se espera que la física de hoy sea la última palabra. La disciplina sigue avanzando: las teorías actuales seguramente resultarán incompletas o incorrectas en varios aspectos, y serán reemplazadas por mejores teorías en el futuro. Los fisicalistas aceptan estos desarrollos, pues por “leyes físicas” no entienden “lo que los físicos de hoy consideran leyes de la física”. Entre los filósofos contemporáneos, un fisicalista destacado fue Willard Van Orman Quine (1908–2000).


Quizá se pregunte por qué el fisicalismo pertenece a la filosofía y no a la física misma. La razón está en la total generalidad del “todo” que establece la teoría. Por ejemplo, si existen los números, entonces “todo” los incluye, de modo que el fisicalismo implica que los números son físicos, o quizá solo los vectores lo sean. Si existen las mentes, “todo” también las incluye, por lo que el fisicalismo sugiere que las mentes son físicas (información causal).


Pero, ¿son los números físicos? ¿Y son físicas las mentes? Estas no son preguntas físicas. Por sí mismos, los métodos experimentales de la física no pueden responderlas. Tales métodos no nos dicen si hay preguntas —y respuestas— que se hallan fuera de su alcance.


Las personas que se enfrentan a estos problemas son filósofos. Sea el fisicalismo verdadero o falso, constituye una respuesta a la pregunta central sobre la comprensión del mundo en que vivimos, incluyendo a nosotros mismos como observadores cargados de sesgos.

¿Hay algo más en la realidad de lo que la física, o las ciencias naturales en general, pueden descubrir?

¿Las dimensiones espaciales son solo parte de un sistema más amplio de niveles dimensionales?

¿No deberíamos intentar responder estas preguntas?

Uno diría que sí. Y una vez que emprendemos esa búsqueda, ya estamos haciendo filosofía.


En lugar de poner a prueba una sola teoría de forma aislada, los científicos suelen comparar teorías rivales: la relatividad general frente a la mecánica cuántica, la genética frente a la bioquímica, entre otras. Lo mismo hace la filosofía.


Inferencia a la mejor explicación. 


Los métodos que la filosofía necesita para elegir entre teorías rivales no tienen por qué ser tan diferentes de los métodos más teóricos de las ciencias naturales. Deseamos la mejor teoría que explique cualquier evidencia que podamos obtener. El método de elegir entre teorías sobre esa base se llama inferencia a la mejor explicación. Es ampliamente utilizada tanto en las ciencias naturales como en la filosofía. Algunas personas encuentran la palabra “explicación” demasiado estrecha, porque la asocian con la idea de explicar por qué ocurre algún evento, identificando su causa. Sin embargo, no todas las explicaciones teóricas en la ciencia hacen eso. Por ejemplo, Isaac Newton (1643-1727) explicó las leyes anteriores del movimiento terrestre (sobre los objetos en la Tierra) y del movimiento celeste (sobre los planetas), derivando ambas de leyes más básicas del movimiento en general.


Las leyes básicas no causan otras menos básicas, porque las leyes no son eventos; las leyes no causan, ni suceden. Newton explicó las leyes menos básicas unificándolas bajo generalizaciones muy simples, pero informativas. Aunque la mayoría de las teorías filosóficas carecen del poder matemático y la claridad de las leyes de Newton, también pueden compararse entre sí según criterios similares: la simplicidad, la información, la generalidad, el poder unificador y la coherencia con la evidencia. En general, la forma de elegir entre teorías se llama abducción. Las ciencias naturales necesitan ser abducidas porque, en principio, muchas teorías en competencia son lógicamente consistentes con todos los datos observacionales y experimentales disponibles en un momento dado. Siempre que una teoría sensata es consistente con tales datos, también lo son infinitas teorías absurdas. Incluso cuando los científicos enfrentan dos teorías rivales, pueden preferir una por motivos de simplicidad.


Esta preferencia ayuda a contrarrestar un peligro que los científicos conocen como sobreajuste. Puede parecer obvio que siempre deberíamos preferir una teoría que se ajuste más a los datos frente a una que se ajuste menos; pero los datos suelen contener errores aleatorios. En la práctica, un científico que siempre busca ecuaciones demasiado precisas para ajustarse a lo que, en realidad, son datos inexactos, se condena a una inestabilidad permanente: tan pronto como se dispone de nuevos datos, se ve obligado a cambiar las ecuaciones por otras aún más complicadas, para volver a ajustarse, y así sucesivamente, sin llegar nunca a una conclusión estable. Eso es el sobreajuste. Una estrategia más sólida, según los científicos, es preferir ecuaciones más simples que se ajusten a los datos de manera aproximada, ya que hacerlo vuelve a uno menos vulnerable a las inexactitudes de la observación en los datos.


El sobreajuste también ocurre en filosofía. Los filósofos que se basan demasiado, y de manera casi exclusiva, en juicios sobre experimentos mentales, terminan presentando teorías complicadas y desordenadas para adaptarse a todos esos juicios. Se ven obligados a seguir cambiando sus teorías para que se ajusten a los juicios derivados de nuevos experimentos mentales. Así, sus teorías se vuelven cada vez más complejas y desordenadas, sin alcanzar nunca una conclusión estable. Se vuelven demasiado vulnerables a las inexactitudes presentes en sus propios juicios sobre los experimentos mentales. Incluso si fueran bastante confiables en esos juicios, no podrían esperar ser infalibles. Su estrategia no toma en cuenta los errores ocasionales. Si concedieran más peso a la simplicidad de una teoría, aprenderían a ser más críticos con sus veredictos sobre los experimentos mentales. Aunque la filosofía necesita tales veredictos, también requiere una estrategia para manejar el peligro de error que los acompaña. Poner énfasis en la simplicidad al comparar teorías ofrece justamente esa estrategia.



2.6 Método: deducción


No solo los científicos usan la deducción: las pruebas matemáticas son cadenas de razonamiento deductivo. Algunos razonamientos cotidianos también lo son. Si razonas que tus llaves están en tu saco o en tu mochila, y no están en la mochila, deduces que están en el saco; así, estás confiando en el silogismo disyuntivo. Según el antiguo filósofo griego Crísipo (alrededor de 279–206 a. C.), incluso los perros usan el silogismo disyuntivo. Un día, mientras perseguía un conejo, su perro llegó a un lugar donde el camino se bifurcaba en tres direcciones. El animal olfateó las dos primeras sendas y, al no hallar el rastro, corrió por la tercera. Razonaba, en efecto: “El conejo fue por este, aquel o el otro camino; no fue por este ni por aquel, así que fue por el otro”.


Desde mediados del siglo XIX, la lógica deductiva ha progresado a pasos agigantados gracias al uso de lenguajes artificiales precisos, cuyas fórmulas expresan las estructuras lógicas con mayor claridad que las oraciones de los lenguajes naturales, como el español o el inglés. La lógica matemática —rama de las matemáticas ampliamente aplicada en la informática— se consolidó en este periodo. De hecho, el trabajo de Alan Turing y otros en este campo fue la base para el desarrollo de la ciencia computacional moderna.


Los filósofos a menudo usan la lógica moderna para hacer que sus argumentos sean más precisos y rigurosos, a veces traduciéndolos a un lenguaje sintético, donde su validez se puede verificar de manera más fácil y confiable. Es como esperar  ver lo que realmente sucedió en la repetición en cámara lenta, en lugar de basar el juicio en el desenfoque de la acción en tiempo real. Pero todo el poder y la perspicacia de la lógica moderna se deriva en última instancia de las capacidades humanas normales para el razonamiento simple. 


2.7 Método de cierre o apertura


La filosofía puede aspirar a abrir o a cerrar. Supongamos que abordamos el tema filosófico X, imaginando tres posibles variables mutuamente excluyentes: A, B y C. La filosofía del cierre tiene como objetivo convencerte de que la posibilidad A es la correcta y las otras son incorrectas. Si tiene éxito, sabrás la verdad sobre el tema X: A es la respuesta. Por el contrario, la filosofía de la apertura busca agregar nuevas posibilidades de conocimiento, aquellas que antes no se habían considerado o que se habían descartado demasiado pronto. En lugar de reducir las opciones a una sola, genera nuevas posibilidades: D, E... Podemos aprender tanto por suma como por resta, o incluso a través de un nuevo paradigma. Podemos descubrir que el abanico de posibilidades viables es más amplio de lo que habíamos supuesto. Para nosotros, la mayor emoción de la filosofía de la apertura consiste en darnos cuenta de que algo que durante mucho tiempo habíamos dado por sentado podría no ser cierto; que alguna verdad aparentemente “obvia” es, en realidad, dudosa. No solo abstracta o hipotéticamente dudosa, sino verdaderamente, seriamente, íntimamente dudosa. El suelo se mueve bajo nuestros pies. Donde creíamos que existía una conexión firme con la tierra, el piso se vuelve movedizo; en su lugar aparece un espacio abierto que antes no existía. 


Probemos los límites del mejor trabajo en ciencia o filosofía. Lancémonos a cuestiones propias de una gran empresa intelectual. Contemplemos estas preguntas con cuidado y serio rigor académico, empujando siempre contra el borde del conocimiento humano. Esa es una actividad intrínsecamente valiosa, que merece dedicarle una parte de nuestro tiempo en esta vida, aunque las respuestas nos eludan. Si mostramos valor, quizá lo extraño nos salve.


2.8 La filosofía es un oficio


La idea de que la filosofía es un oficio o un arte se remonta a las raíces grecorromanas, especialmente a la figura de Sócrates. Encuentra su máxima expresión en varias escuelas helenísticas —particularmente el estoicismo— y, en tiempos más recientes, ha inspirado a pensadores como Nietzsche, Wittgenstein y Foucault. En esta tradición, la filosofía se entiende como un arte de vivir, un ejercicio que transforma la existencia antes que como una acumulación de teorías. En contraste, la filosofía también se ha concebido en un sentido doctrinal, como un conjunto de afirmaciones destinadas a ser verdaderas. Este enfoque, hoy predominante en gran parte de la escena académica, asume distintas formas, pero se expresa con nitidez en la propuesta de Timothy Williamson: la filosofía entendida como conocimiento de la realidad, sobre todo de sus rasgos abstractos y modales[2]. Los rasgos abstractos se refieren a cualidades que no se identifican con un objeto físico particular, sino con propiedades generales o universales (como la belleza, la justicia, la igualdad, la redondez). Los rasgos modales aluden a lo posible, lo necesario, lo contingente o lo imposible; es decir, a la modalidad del ser o del enunciado. También pueden entenderse como modos de comportamiento social o ético: costumbres, hábitos y formas de interacción que determinan cómo debe actuar alguien en sociedad. Por otro lado, la filosofía se simplifica en la concepción de Wilfrid Sellars, quien la entiende como una visión sinóptica de todo lo que hay, lo cual permitiría relacionar los hallazgos de algunas ciencias naturales y sociales con los de otras[3].


Bernard Williams tiene una concepción de la filosofía como disciplina humanista que es doctrinal, ya que su tarea, en su opinión, consiste en proporcionar una comprensión reflexiva de nuestras ideas sobre nosotros mismos, nuestras tradiciones y valores, de modo que podamos formarnos una imagen real de lo que son[4]. Es decir, a filosofía no como mera especulación abstracta, sino como un espejo crítico que devuelve al ser humano la posibilidad de pensarse a sí mismo. Lo valioso aquí es la unión entre lo doctrinal y lo humanista: la doctrina no se dirige a establecer dogmas rígidos, sino a profundizar en la autocomprensión colectiva.


El término filosofía como un arte, podría decirse que está en la tradición socrática, en los diálogos de Platón, se retrata a Sócrates ordenando a sus interlocutores que se dediquen al arte de cuidar del propio sí mismo. Dado que uno es idéntico a su ser en lugar de asumir cuerpo, este arte debe preocuparse por el conocimiento, la capacidad de proporcionar una explicación racional, que presupone la posesión de conocimiento proposicional relevante, es en palabras de Sócrates la principal característica distintiva entre aquellos que tienen una habilidad en el arte y aquellos que poseen una habilidad rutinaria escasamente reflexiva. Dado que este tipo de conocimiento es educable Sócrates parece concluir que se puede enseñar racionalmente. La filosofía es una especie de terapia artística para cuidar nuestra mente de falsos conocimientos, si tiene existo, nos permite vivir de mejor manera un progreso ético. Según esta concepción la filosofía es el arte de vivir. 


La pregunta socrática es aquella que desafía supuestos, busca claridad y fomenta la reflexión profunda, “¿Qué es la justicia?” o “¿Qué significa vivir bien?” “¿Por qué crees eso?” “¿Siempre es así?” “Si dices X, entonces ¿cómo explicas Y?” Esto obliga a que la persona reconsidere sus creencias o refine su pensamiento.


En las sociedades de hoy, la vida irreflexiva pero bien vivida ya no es una opción. Con el advenimiento del secularismo, entendido como la opinión de que el florecimiento humano puede ser el criterio para medir el valor, es inevitable que los individuos se pregunten cómo deben vivir. Una vez que se plantea esta pregunta, debe responderse si una persona quiere vivir bien.


La filosofía investiga las razones para vivir de una manera u otra. Sostenemos que solo una respuesta segura de sí misma podría satisfacer estos requisitos. Sostenemos también que esta confianza es la manifestación de la autoconfianza intelectual, entendida como una capacidad tanto cognitiva como afectiva. Por lo tanto, una vida bien vivida es una vida de confianza en sí mismo.


Ahora bien, la confianza en sí mismo puede degenerar en una manifestación de arrogancia. Cuando, en cambio, está justificado nuestro conocimiento —librado de sesgos y dogmas—, una actitud de confianza dirigida hacia uno mismo es una expresión de amor propio, entendido como una forma de respeto por uno mismo.


El conocimiento o la comprensión, por sí solos, carecen de la fuerza motivacional que debe poseer una respuesta capaz de ayudar a vivir bien. Sin embargo, este pesimismo no tiene por qué afectar a la filosofía misma, siempre que se abandone su concepción puramente doctrinal. Para vivir bien, uno debe vivir de una manera respaldada por todas las consideraciones que pueda aducir en respuesta a la pregunta socrática. Además, hay que ser capaz de sofocar las dudas que llevaron a plantearla en primer lugar.


Esto último es necesario porque el hecho mismo de formular la pregunta es sintomático de una desorientación respecto de lo que es valioso. Por lo tanto, uno no puede vivir bien si continúa preguntándose cómo debe vivir. Por esta razón, lo que se requiere para vivir bien no es simplemente una respuesta de adoctrinamiento, sino una autonomía intelectual que permita hallar una respuesta capaz de dar paz al cuestionamiento, de modo que no se repita sin cesar.

Estas consideraciones motivan el escepticismo sobre la capacidad de las teorías para animar el pensamiento ético. La respuesta a la pregunta socrática, una vez que ha surgido, debe tomar la forma de convicción: debemos aceptar vivir de un modo que sea coherente con el conocimiento y la certeza.


Certidumbre, resolución, seguridad. En términos generales, estas son tres formas compatibles de sentir necesidad de generar preguntas. En ocasiones, uno se encuentra en un estado de interrogación porque carece de la información necesaria para formarse una creencia firme sobre el tema. En tales casos, la pregunta nace de la ignorancia; es abordada con certeza. Por ejemplo, puede tener duda sobre si llegará a tiempo a clases. Al enterarse de que son las 7:00 a.m., la duda desaparece. En casos como este, el conocimiento disipa la duda: la certeza la resuelve de una vez por todas.


En otras ocasiones, la pregunta nace de la indecisión; se aborda con determinación. Supongamos que me enfrento a dos rebanadas de pastel idénticas en todos los aspectos relevantes. Deseo una, pero tengo dudas sobre cuál elegir. Ninguna cantidad de conocimiento hará que esta duda se disipe. En cambio, debo tomar una decisión y seguirla.


Finalmente, la duda puede surgir de una falta de confianza. Puede que recuerde claramente haber cerrado la puerta de casa y, sin embargo, una duda se apodere de mí, obligándome a verificar dos o tres veces. En este caso, el conocimiento no sofoca la duda porque esta nace no de la ignorancia, sino de la incapacidad de confiar en uno mismo.


Estas tres formas de resolver preguntas no son mutuamente excluyentes, y algunas preguntas requieren una combinación de conocimiento, resolución y seguridad. Por ejemplo, generalmente justificamos nuestras decisiones recopilando evidencia antes de tomarlas. Del mismo modo, la seguridad que no está respaldada por datos, teorías o hechos es un síntoma de arrogancia. Sin embargo, ni siquiera la certeza puede garantizar la confianza. Dado que para vivir bien hay que disipar la pregunta que motiva la cuestión socrática, solo si aclaramos si esta nace de la ignorancia, de la indecisión o de la falta de confianza, podremos avanzar hacia la comprensión del tipo de respuesta que la resolvería.


Reemplazando la ignorancia con certeza. Una actitud filosófica prominente hacia la pregunta socrática ¿cómo debemos vivir?, la concibe como una duda que solo puede responderse por medio de una teoría, una visión o una comprensión. Según este punto de vista, cuando uno se pregunta cómo debe vivir, sus interrogantes surgen de la falta de conocimiento sobre las diversas formas de vida y sobre las posibles razones a favor o en contra de adoptarlas. Por ejemplo, uno puede cuestionarse si debe seguir una licenciatura gratificantemente bien remunerada o, en cambio, optar por un camino diferente, quizá menos interesante, pero que contribuya de manera más significativa al bienestar de los demás. El enfoque que aquí se examina propone que estas preguntas se aborden sopesando todas las consideraciones pertinentes.


Sin embargo, el razonamiento, la comprensión o la perspicacia, por sí solos, no pueden evitar que se repitan las preguntas que motivan la cuestión socrática. Supongamos que uno formula una respuesta a dicha cuestión por estos métodos. Como resultado, creerá en su propia respuesta. Además, supongamos, per absurdum, que la respuesta de uno posee algún tipo de inmunidad epistémica, como la infalibilidad. La respuesta, por lo tanto, es cierta en el sentido de que no puede equivocarse. No obstante, ni siquiera la certeza puede garantizar que una persona no pierda la fe en sus convicciones. Si lo hace, la pregunta que motiva la cuestión socrática reaparece para atormentarla.


Reemplazar la indecisión por la determinación. Si se concede que la razón, la compresión y la teoría no pueden por si solas ofrecer una respuesta satisfactoria a la cuestión socrática, se puede suponer que la voluntad puede lograr esta hazaña. Esta opción puede ser particularmente tentadora si uno cree que los valores se hacen o crean, en lugar de descubrirse. Los puntos de vista de Nietzsche, de que el nihilismo se derrita adoptando una actitud afirmativa hacia la vida en su conjunto, ilustran como se supone que esto debe funcionar. 


De acuerdo con esta posición, uno hace que su vida valga la pena confiriéndole valor. Si los valores son creados por la voluntad, uno puede transformar cada evento que le sucede en algo valioso simplemente queriendo que sea así. El sufrimiento es uno de los ejemplos favoritos de Nietzsche en este sentido. Uno puede pensar que el sufrimiento es malo, y es cierto que nadie quiere sufrir. Sin embargo, si lo que queremos es bueno porque quererlo (de la manera correcta) lo hace bueno, en lugar de que sea deseable por ser bueno, entonces, siempre que lo queramos, incluso el sufrimiento puede ser bueno. Lo que hace que estos ejercicios de voluntad sean efectivos es su resolución. Es decir, el sufrimiento puede ser bueno solo si continuamos queriéndolo cuando sucede. Si la fuerza de nuestra voluntad cede en cualquier punto, los valores que crea se disolverán con ella.


Tras reflexionar, hay algo profundamente insatisfactorio en cualquier respuesta a la pregunta socrática que se base exclusivamente en una decisión. Una vez que queda claro que uno podría haber decidido valorar algo completamente diferente, la arbitrariedad de la respuesta elegida socava su capacidad para evitar que la pregunta se repita. Lo que se requiere es una respuesta que posea la fuerza de la convicción, en lugar de la terquedad de una decisión resuelta. Por lo tanto, al menos en aquellas sociedades donde el escrutinio reflexivo es inevitable, la resolución por sí sola no puede proporcionar la fuerza motivacional necesaria para una respuesta satisfactoria a la pregunta socrática.


Reemplazar la autodesconfianza por la seguridad. La discusión hasta ahora ha demostrado que ni la certeza ni la resolución pueden disipar la pregunta que provoca la cuestión socrática. Cada una de ellas falla individualmente; además, no hay razón para pensar que tendrían éxito juntas, ya que la resolución es necesaria precisamente cuando la evidencia disponible no alcanza la certeza. Por lo tanto, concluyo que la pregunta que motiva la duda sobre cómo se debe vivir se genera por una pérdida de fe o de confianza en aquellas convicciones que han animado la vida de uno hasta el momento de la pregunta. Uno formula la pregunta socrática una y otra vez porque sigue perdiendo la fe en lo que antes tomaba como su respuesta. De ello se sigue que cualquier respuesta satisfactoria a la pregunta de cómo se debe vivir debe adoptar la forma de una convicción segura de sí misma.


Confianza en sí mismo y respeto por uno mismo. Si las afirmaciones hechas anteriormente son correctas, lo que se requiere para responder a la pregunta socrática es la confianza o seguridad en los juicios y elecciones de uno. Considero que esta postura optimista hacia las propias capacidades cognitivas es una manifestación de confianza en uno mismos. La persona que confía en sí misma piensa que es confiable. Sin embargo, creer en la confiabilidad de las capacidades doxásticas de uno no es suficiente para garantizar que uno  confíe en sus juicios, incluso cuando esa creencia está justificada. Sea testigo de la persona que está segura de que ha cerrado la puerta  principal, pero verifique dos veces de toso modos. Ademas,  la persona que confía en sí misma está dispuesta a afirmar en público lo que cree (porque no se siente intimidada); además, no dudará infinitamente de sus propios puntos de vista. La confianza en sí mismo, por lo tanto, es una capacidad intelectual con componentes cognitivos y afectivos que se manifiesta como una postura positiva hacia las propias capacidades combinada con una evaluación favorable de su confiabilidad.


La confianza en sí mismo está garantizada. Existe la confianza excesiva, a menudo nacida de la arrogancia de no reconocer los propios sesgos. Pero cuando la confianza es apropiada, constituye una expresión del tipo de confianza en uno mismo que es un componente del reconocimiento: el respeto por uno mismo. A diferencia del autorrespeto evaluativo, que se basa en la valoración de las características admirables de una persona, el autorrespeto de reconocimiento se funda en el entendimiento de que uno es un agente que merece ser tratado como tal. Hay muchos aspectos implicados en lo que significa ser un agente digno de tal trato. Estos incluyen pensar en uno mismo y en los demás como capaces de formar opiniones que merecen una audiencia justa, sea lo que sea que ello implique en las circunstancias dadas.


Cuidarse a sí mismo como respeto propio. Comencé señalando la afirmación de Sócrates de que la filosofía es el oficio de vivir. Compara a los filósofos con los carpinteros: estos últimos poseen el arte de hacer muebles; los filósofos, el arte de cuidarse a sí mismos. Sócrates lleva la analogía demasiado lejos al tratar la filosofía como un arte productivo. Una vez que se comprende que se trata de un arte performativo, resulta claro que uno no cuida su mente del mismo modo en que el carpintero cuida la madera que trabaja. El cuidado que el carpintero dedica a la madera busca hacerla servir a su propósito: producir un mueble. Es, por tanto, un estado motivacional dirigido hacia una meta que constituye su actividad como proyecto. El cuidado de la mente, en cambio, tal como lo ejerce quien posee el arte de vivir, también es un estado motivacional, pero no orientado a una meta externa —como el bienestar físico—, sino hacia la mente misma como un fin. Es decir, se dirige a ella como aquello por lo que uno vive. Así, cuando uno se cuida a sí mismo, se relaciona con su mente como con un fin autoexistente: algo que es objeto de una actitud motivadora que la valora por lo que ya es. En resumen, cuidarse a sí mismo es amar el buen conocimiento que habita en nuestra mente. 


La mente de la que uno se ocupa no es una sustancia; es un conjunto de habilidades intelectuales, fundamentales para el éxito de nuestras empresas. Estas habilidades comprenden tanto las capacidades cognitivas como los estados afectivos y emocionales. Amar la propia mente consiste en cultivar y apreciar las habilidades que la constituyen por lo que son. Por lo tanto, cuidar la mente humana se basa en la confianza intelectual en uno mismo, que es una manifestación del respeto por uno mismo.


Una buena vida es una actividad compleja que se realiza por el bien de la persona que la vive. Está moldeada por el amor a la virtud de nuestra mente. Considere la mente asociada con el término “persona”. La motivación por enriquecer la mente es, en última instancia, una motivación por el amor a sí mismo. Las habilidades son necesarias para cuidar o amar las habilidades distintivas de nuestra persona. La confianza en sí mismo, como hemos argumentado, es necesaria para responder a las preguntas sobre cómo vivir de la manera más segura, evitando que estas preguntas se repitan sin cesar.


¿Por qué alguien debería creer que la filosofía es el arte de vivir? La respuesta corta es que existe una tradición que se remonta a Sócrates, la cual interpreta que las tareas de la filosofía son proporcionar respuestas a la pregunta de cómo vivir y desarrollar las capacidades y habilidades requeridas para vivir de acuerdo con esas respuestas. Aprender y asegurar la confianza en uno mismo es una base de autonomía y autosuficiencia. Sin embargo, es una habilidad que se desarrolla socialmente. Por lo tanto, uno la adquiere al desarrollar inicialmente confianza en quienes ya disponen de esta habilidad. Uno confía en los productos de la percepción, la memoria o el razonamiento cuando estos son confirmados por individuos en posición de autoridad sobre uno, como profesores, libros o nuestros padres. Uno adquiere confianza en sus puntos de vista al notar que otros tienen confianza en ellos. Así, uno aprende a confiar en sí mismo como respuesta a la confianza que otros depositan en uno.


Esta confianza puede ser proporcional a nuestra eficacia para enfrentar la vida. Las personas que tienen una confianza arrogante en sí mismas pueden no llevar una vida ética, pero está claro que no pueden vivir bien todas las cosas consideradas virtud. Mucho depende de que aprendamos a tener humildad intelectual, la cual es perfectamente compatible con el amor propio. La filosofía está constituida por una motivación característica —el amor propio— y por un conjunto de habilidades intelectuales y emocionales que nos dan confianza. Por lo tanto, no hay un método filosófico específico, pero sí habilidades de disertación filosófica, algunas de las cuales los filósofos despliegan al intentar responder preguntas que se abren a partir de las teorías que los preceden. Por ello, la filosofía es una disciplina digna de ser practicada.  


La misión definitiva de la filosofía es proporcionar una base para comprender el mundo y nuestro lugar dentro de él como agentes inteligentes, entendiendo “el mundo” de manera integral para abarcar los reinos de la naturaleza, la cultura y el arte. El objetivo de esta empresa es proporcionarnos una orientación cognitiva para llevar a cabo nuestros asuntos intelectuales y prácticos. Los datos de la filosofía, por cuyos medios debe gestionarse este proyecto, incluyen por igual la ciencia de la realidad basada en la observación, el reino imaginable de la posibilidad especulativa y la multiplicidad normativa de la evaluación. Dado este mandato masivo, el principal defecto de la filosofía es la estrechez de visión. Por supuesto, los problemas son complejos y la especialización se vuelve necesaria. Pero su cultivo nunca es suficiente, porque los detalles siempre deben encajar en un todo integral.


La filosofía es una empresa potencialmente multifacética. Algunos filósofos buscan energizar la acción; otros, edificar la aspiración; algunos, aclarar el pensamiento; unos, mejorar el conocimiento, y otros, mejorar la vida. Algunos se preocupan principalmente por el cuerpo, otros por el intelecto, otros por la mente. Pero común a la búsqueda afectiva de todos estos objetivos está la comprensión: comprendernos a nosotros mismos, el mundo en que vivimos y el vínculo entre ambos. La filosofía es una empresa de resolución de preguntas, una empresa cognitiva que aborda las grandes cuestiones tradicionales sobre nosotros mismos y nuestro lugar en el esquema de las cosas del mundo. En el centro de sus preocupaciones se hallan los problemas clásicos de creer correctamente, valorar apropiadamente, actuar con rectitud, vivir bien y otros similares, que han formado el núcleo del pensamiento filosófico desde sus inicios en la antigüedad clásica.


Dado lo que se ha dicho hasta ahora, el papel de la deducción en la filosofía se parece mucho a su papel en las ciencias naturales. Esto podría sugerir que la filosofía está metodológicamente más cerca de las ciencias naturales que de las matemáticas, donde cada teorema debe contar con una demostración deductiva. Sin embargo, esta conclusión es prematura. Incluso en matemáticas, toda prueba depende de ciertos primeros principios, que se aceptan sin apelar a una prueba adicional de ellos. Si rastreamos una demostración matemática desde su conclusión, paso a paso, eventualmente llegamos a esos primeros principios en un número finito de pasos; de lo contrario, el razonamiento sería circular o caería en una regresión infinita, y, por tanto, no sería una prueba genuina. Así pues, la prueba matemática depende de algo no deductivo: el apoyo de sus primeros principios. Algunos filósofos han intentado reducir los principios básicos de la lógica y las matemáticas a meras convenciones verbales, a definiciones parciales de palabras lógicas y matemáticas como “cada” o “conjunto”. Sin embargo, tales intentos tergiversan el uso real de esas palabras. Por ejemplo, el axioma del infinito no es una definición parcial de la palabra “conjunto”. Los finitistas niegan dicho axioma y sostienen que todos los conjuntos son finitos. Al hacerlo, no necesitan malinterpretar la palabra “conjunto” ni proponer un cambio en su significado; simplemente consideran que el axioma (con su significado actual) es falso. Como la mayoría de los matemáticos, considero que el axioma es verdadero, pero sería totalitario insistir en que nadie pueda estar realmente en desacuerdo: una especie de tolerancia represiva. Los lenguajes humanos dejan mucho más espacio para la diversidad de opiniones que eso. Surgen, entonces, preguntas genuinas de verdad y falsedad para los principios fundamentales de la lógica y de las matemáticas, del mismo modo que surgen para los principios fundamentales de la física. Esas preguntas deben abordarse con la misma seriedad, no evadirse.


¿Qué nos justifica para aceptar algunos principios de la lógica y de las matemáticas mientras rechazamos otros? No todos son obvios ni evidentes. En particular, no resulta evidente aplicar la misma metodología abductiva —una especie de inferencia explicativa— a la evaluación de las teorías fundamentales en lógica y matemáticas. Bertrand Russell adoptó este punto de vista en 1907: “tendemos a creer en las premisas porque podemos ver que sus consecuencias son verdaderas, en lugar de creer en las consecuencias porque sabemos que las premisas son verdaderas. La inferencia de las premisas a partir de las consecuencias es, de hecho, la esencia de la inducción. Por lo tanto, el método para investigar los principios de las matemáticas es realmente un método inductivo, sustancialmente el mismo que el método de descubrimiento en cualquier otra ciencia. Así, los fundamentos de la lógica y las matemáticas no se justifican por una intuición inmediata ni por una definición lingüística, sino por su poder explicativo: aceptamos los axiomas y reglas de inferencia que mejor dan cuenta de la coherencia, la fecundidad y la simplicidad de las teorías que construimos con ellos”.


Por lo tanto, aceptamos el axioma del infinito porque lo necesitamos para unificar las matemáticas, al derivar de él muchas teorías ya aceptadas dentro de una nueva y más fundamental teoría lógico-matemática. La descripción de Russell, basada en su propia experiencia, refleja con mayor fidelidad el desarrollo histórico de las teorías fundamentales en lógica y matemáticas que cualquier discusión sobre convenciones verbales o supuesta autoevidencia. Russell comprendía que los axiomas no son verdades reveladas, sino herramientas conceptuales para mantener la unidad del sistema. La idea de que el axioma del infinito no se cree, sino que se adopta porque permite que el edificio lógico de las matemáticas se mantenga en pie.


Cuando los filósofos argumentan deductivamente, generalmente aplican principios y métodos aceptados de lógica y quizás matemáticas, dando por sentada su corrección sin preguntar de dónde vienen. Esto puede fomentar la impresión de que la lógica es un árbitro neutral entre teorías filosóficas, sin compromisos filosóficos propios. La impresión es falsa. Todos los primeros principios de la lógica jamás propuestos han sido cuestionados por motivos filosóficos. Los desafíos pueden estar equivocados, pero no son locos. En ningún sentido interesante los primeros principios son filosóficamente neutrales en general, aunque pueden ser aceptados por ambas partes en muchas disputas filosóficas particulares. 


2.9 ¿El método de la ciencia es mejor que el de la filosofía?


Esa breve descripción plantea una pregunta obvia: dado que los científicos estudian muchos de esos temas, ¿cómo se relaciona la filosofía con la ciencia? No siempre estuvieron separadas. Desde los antiguos griegos en adelante, la filosofía incluía a la filosofía natural, es decir, el estudio del mundo natural. Para abreviar una larga historia, a lo largo de los siglos XVI y XVII, la filosofía natural se transformó en algo reconocible como ciencia natural en el sentido moderno, especialmente en la física. Pioneros como Galileo y Newton todavía se describían a sí mismos como filósofos naturales. Algunos filósofos también fueron científicos y matemáticos, entre ellos Descartes y Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Pero la filosofía natural —o las ciencias naturales— desarrolló una metodología distintiva, en la que la experimentación desempeñó un papel central, junto con la observación precisa mediante instrumentos especializados: telescopios, microscopios, amperímetros, básculas… Cada vez más, este hijo de la filosofía ha parecido un rival, e incluso una amenaza mortal para su padre.


Porque la filosofía y las ciencias naturales parecen estar en competencia para responder a las mismas preguntas sobre la naturaleza subyacente de la realidad. Si se trata de un duelo, la filosofía parece ser superada, porque solo tiene el pensamiento, mientras que la ciencia natural posee, además, otros métodos. Si los filósofos insisten en que son mejores para pensar que los científicos naturales, ¿quién les creerá? Cambiando la metáfora, el filósofo ocupa el papel del hombre perezoso que nos sermonea desde la comodidad de su sillón sobre cómo debe ser el universo, mientras el científico sale a mirar y ver cómo es realmente. Si eso es correcto, ¿no es entonces obsoleta la filosofía? Por lo tanto, el surgimiento de las ciencias naturales modernas ha provocado una crisis de combustión lenta del método filosófico.


Gran parte de la historia posterior de la filosofía puede interpretarse como una serie de respuestas a esa crisis de método: intentos de encontrar algo —cualquier cosa— que los métodos filosóficos puedan hacer mejor que los científicos. Esos intentos, con frecuencia, han implicado reducir drásticamente las ambiciones de la filosofía. En nuestra opinión, la supuesta oposición entre filosofía y ciencia asume una concepción de la ciencia demasiado estrecha y uniforme. Después de todo, las matemáticas son tan científicas como las ciencias naturales —como la física, la química o la biología—, todas las cuales dependen constantemente de ellas; sin embargo, los matemáticos no realizan experimentos. Al igual que los filósofos, pueden trabajar pensando desde un sillón. Creemos que los métodos que utilizan los filósofos son los métodos científicos apropiados para responder a sus propias preguntas, que son preguntas del tipo ambicioso y tradicional. Al igual que las matemáticas, la filosofía es una ciencia no natural. A diferencia de las matemáticas, aún no es una ciencia completamente madura.


Es cierto que muchos contemporáneos son cualquier cosa menos científicos o filósofos en su enfoque: poseen títulos, pero no pasión para aceptar vivir como tal. El filósofo esencialmente responde preguntas; no implica nada exótico, ningún estado alterado de conciencia. La filosofía, como toda ciencia, comienza con formas de conocer y pensar que tienen todos los humanos normales, y las aplica con un poco más de cuidado, un poco más de sistematicidad, un poco más de crítica, iterando ese proceso una y otra vez. A través de las contribuciones de miles de mujeres y hombres, hemos llegado a lugares del intelecto a los que ninguna persona, sin ayuda, podría haber llegado. La mayoría de las personas —especialmente los niños—, de vez en cuando se hacen preguntas que contienen semillas de filosofía, al igual que la mayoría se hace preguntas con semillas de física, biología, psicología, lingüística, poesía o historia… La gran dificultad está en identificar y proporcionar las condiciones para que esas semillas crezcan. Sin esas condiciones, cada generación se queda con muchas semillas y sin fruto. Hacer filosofía o ciencia es sentir fuentes de placer y frustración; es caminar por caminos que nadie ha caminado antes. 


Hay una historia de un viejo caminante que pregunta el camino hacia algún lugar, y le dicen: “Si fuera allí, no empezaría desde aquí.” El consejo es inútil, porque uno no tiene más remedio que comenzar desde donde está. Lo mismo se aplica a cualquier pregunta. No tenemos más remedio que comenzar con el conocimiento y las creencias que ya poseemos, y con los métodos que ya tenemos para obtener nuevos conocimientos y corregir carencias. Por supuesto, eso no significa que tengamos que terminar en el sentido común; esperamos ir mucho más allá. Pero, ¿podemos escapar por completo de nuestra dependencia del sentido común? ¿No lo llevamos con nosotros en nuestro viaje?


Imagina a alguien que sufre de alucinaciones continuas. No puede confiar en su propia experiencia, porque también puede estar alucinando estos “informes”. No está en condiciones de participar en ninguna ciencia natural. Por lo tanto, incluso los científicos naturales más sofisticados deben presuponer que sus sentidos no se han vuelto locos. Al menos en esa medida, todavía se basan en formas de conocimiento de sentido común.


Al igual que las ciencias naturales, la filosofía nunca escapa por completo de sus orígenes en el sentido común. Algunos filósofos han sido firmes defensores de éste, o al menos de gran parte del sentido común de su propio tiempo y lugar. Algunos ejemplos son Aristóteles, Thomas Reid y G. E. Moore. Otros buscan escapar de lo que consideran sus errores, aunque nunca con éxito total.

Mientras que los científicos naturales tienden a dejar su dependencia de los métodos del sentido común en segundo plano —simplemente dándolos por sentados—, es más probable que los filósofos lo pongan en primer plano, a menudo porque no están del todo tranquilos con su estatus. Este compromiso recurrente y autoconsciente con el sentido común, afirmándolo o cuestionándolo, es un aspecto esencial del método filosófico.


2.10 ¿Qué es el sentido común?


Los humanos comienzan con más o menos las mismas capacidades cognitivas si FOXP2 está bien. Podemos mirar, ver, sentir y oír. Podemos tocar y sentir. Odiemos lamer y saborear. Podemos lamer y cantar. Podemos oler. Podemos manipular. Podemos buscar causa y efecto. Podemos recordar. Podemos imaginar. Podemos comparar. Podemos pesar. Podemos comunicatividad nuestros pensamientos a los demás con palabras e imágenes, y comprender lo que nos dicen y nos muestran. De esta manera, aprendemos sobre nuestro entorno, sobre los demás y sobre nosotros mismos. Llegamos a conocer el mundo del que formamos parte. Gran parte de ese conocimiento surge de forma natural o casual a medida que crecemos y vivimos en el mundo, incluso sin educación formal en la escuela o la universidad. 


Por conocimiento de sentido común en una sociedad me refiero a aquello que la mayoría de sus miembros saben. Así, el conocimiento del sentido común varía de una sociedad a otra. En las sociedades modernas, es de conocimiento común que el Sol es mucho más grande que la Tierra. En las sociedades de la Edad de Piedra, eso no era conocimiento de sentido común. En una sociedad de habla náhuatl, es de sentido común que la palabra piltontli (o buki, según el dialecto) significa “niño”. En otras sociedades, eso no es conocimiento común, porque pocos de sus miembros entienden el náhuatl. Sin embargo, no todo el conocimiento del sentido común varía tanto. En toda sociedad humana es de sentido común que las personas tienen cabeza y sangre.


Las creencias de sentido común en una sociedad son aquellas que la mayoría de sus miembros comparten. Todo conocimiento de sentido común puede considerarse una creencia de sentido común, pero no toda creencia de sentido común es conocimiento de sentido común. Esto se debe a que, si una creencia es falsa, no constituye conocimiento. En una sociedad aislada donde todos creen que la Tierra es plana, no saben que lo es, simplemente porque no lo es. Del mismo modo, en una sociedad racista, la mayoría de sus miembros pueden sostener creencias falsas sobre personas de otras razas. Son creencias de sentido común en esa sociedad, pero no conocimiento de sentido común, precisamente porque son falsas; por tanto, no son conocimiento en absoluto. Incluso si los miembros de esa sociedad creen que sus creencias de sentido común sobre las razas son conocimiento de sentido común, esa creencia adicional también es falsa. Es difícil distinguir entre conocimiento de sentido común y creencia de sentido común dentro de la propia sociedad, pero a menudo los miembros de otra sociedad pueden notar la diferencia.


Aplicaremos la frase “sentido común” no solo al conocimiento de sentido común y la creencia de sentido común en una sociedad, sino también a las formas habituales de pensar que producen ese conocimiento y creencia. 


2.11 Preguntas de sentido común y preguntas filosóficas 


Los humanos, como muchos otros animales, son curiosos por instinto. Queremos saber. Es bueno tener mucho conocimiento. Es útil en todo tipo de formas impredecibles. El pensamiento de sentido común incluye hacer todo tipo de preguntas. Muchas se refieren a asuntos muy particulares. ¿Dónde está mi libro de Libertad bajo palabra? ¿Quién es esa de allí? Otros tienen más generalidad. ¿Como se hace la prosa? ¿Cuánto vive las células cancerígenas? Otros más generales. Incluyen preguntas de “qué es”, ¿qué es el agua?. La ciencia comienza con tales preguntas, así como con preguntas sobre las propiedades de tipos específicos de plantas y animales. No son preguntas sobre palabras o conceptos en nuestra mente, sino sobre las coas en sí. No podemos comer ni beber palabras o conceptos. Las preguntas continuan. ¿Qué son el sol y la luna? ¿Qué es el fuego? ¿Qué es la luz? ¿Qué velocidad se propaga el sonido? No hay una división natural entre tales preguntas, que ahora consideremos como los comienzos de la ciencia y las preguntas que ahora consideramos como los comienzos de la filosofía. ¿Qué es el espacio? ¿Qué es la gravedad? Esas preguntas que se ocupa de la realidad en su conjunto, no en sentidos totalmente diferentes, aunque pueden obtener respuestas muy diferentes. La ciencia natural comenzó como filosofía natural.


Las preguntas sobre “qué es” se remontan a los inicios de la filosofía. Platón preguntó: ¿qué es la justicia?, ¿qué es el conocimiento? Siguen siendo preguntas filosóficas centrales. No estaba preguntando sobre las palabras o los conceptos, sino sobre la justicia y el conocimiento mismos. Por supuesto, no son cosas como el agua o el fuego. No puedes tener una imagen de la justicia ni un kilo de conocimiento. Pero esa no es una diferencia entre la filosofía y la ciencia natural. La biología responde a la pregunta: ¿qué es la vida?, pero la vida no es una cosa. No puedes tener una imagen ni un kilo de vida. Hay una distinción entre cosas vivas y no vivas; una tarea para la biología es explicar la diferencia subyacente. Del mismo modo, hay una distinción entre conocimiento e ignorancia; otra tarea de la filosofía —especialmente de la epistemología— es explicar también esa diferencia subyacente. El sentido común reconoce la vida, la justicia y el conocimiento. Nuestra curiosidad natural puede hacer que queramos entenderlos mejor.


Por supuesto, pensar en distinciones de sentido común a veces hace que uno se sienta insatisfecho con ellas. Las palabras ordinarias con las que las dibujamos pueden ser demasiado vagas, o confundir varias distinciones diferentes, o marcar solo diferencias superficiales. Eso puede suceder tanto en la filosofía como en las ciencias naturales. Es posible que necesitemos introducir nueva terminología para marcar distinciones más claras o más profundas, y crear un marco más útil para una investigación mayor. El sentido común es el punto de partida, no el punto final.


El sentido común no es un mero punto de partida para que la filosofía lo deje atrás. Permanece en otro nivel, como un control de las conclusiones provisionales del filósofo. Una vez, un colega presentó una conferencia sobre teoría de la percepción. Le preguntaron acerca de la teoría implícita que sostenía que es imposible ver a través de una ventana. La teoría de mi colega fue refutada por el conocimiento de sentido común: sabemos que es posible ver a través de una ventana. Veo árboles a través de una mientras escribo. Cualquier teoría inconsistente con el conocimiento del sentido común es falsa. Porque todo lo que se conoce es el caso; así, cualquier cosa con la que sea inconsistente no es el caso. Otro ejemplo: algunos metafísicos han argumentado que el tiempo es irreal, lo que significaría que nada sucede después de nada más. Esto es inconsistente con el conocimiento de sentido común de que las personas a menudo desayunan después de levantarse. Así se refuta la teoría metafísica. Los filósofos contemporáneos a menudo descartan las teorías filosóficas al mostrar que son inconsistentes con el conocimiento del sentido común.


Existe una preocupación obvia sobre el uso del sentido común como estándar para juzgar las teorías filosóficas. ¿Qué pasa si estamos confundiendo una falsa creencia de sentido común con conocimiento de sentido común? El sentido común puede ser también un manto del prejuicio, un consenso falso que protege la comodidad y perpetúa el error. En algunas sociedades, se cree que “la tortura no está mal”; de hecho, se afirma que “todos sabemos que la tortura no está mal”. Los filósofos en una sociedad así podrían pensar que han refutado una teoría de los derechos humanos al mostrar que es inconsistente con el conocimiento de sentido común, porque implica que la tortura está mal. ¿No es esa refutación ilusoria? La preocupación es que las apelaciones al sentido común son solo un disfraz para confiar en el prejuicio popular al juzgar las teorías filosóficas. Tales sospechas son especialmente fuertes entre los filósofos con puntos de vista inspirados en la ciencia moderna, porque consideran que el sentido común es precientífico. Bertrand Russell lo llamó “la metafísica de los salvajes”. Por ejemplo, sobre la base de la teoría de la relatividad especial de Einstein, algunos filósofos niegan que el presente sea más real que el pasado y el futuro; no se dejan impresionar por las apelaciones al sentido común en su contra. Lo consideran la encarnación de una comprensión obsoleta del tiempo y el espacio.


Otra teoría inconsistente con la creencia del sentido común sostiene que solo existen átomos (o partículas) en el vacío. Algunos filósofos toman eso como una lección de la ciencia moderna. En su opinión, realmente no existen los objetos a gran escala del sentido común: ni palos ni piedras, ni mesas ni sillas. Aunque parece haber objetos a gran escala, en realidad no hay ninguno. Pero ahora comienzan a surgir los peligros de un rechazo radical del sentido común. Porque, ¿a quién le parece que hay objetos a gran escala? A nosotros, los humanos, presumiblemente. Las cosas no pueden parecer de ninguna manera a una partícula fundamental, ya que esta no tiene mente. Sin embargo, los humanos también somos objetos a gran escala; por lo tanto, desde el punto de vista radical, no hay humanos. En consecuencia, a nadie le parece que haya palos o piedras. Tampoco es simplemente conveniente usar palabras como “palo” y “piedra”, ya que no habría nadie que las use; de hecho, no habría palabras, puesto que las palabras tampoco son partículas fundamentales. ¿No se está saliendo de control?


Aquí hay un problema tanto para las ciencias naturales como para la filosofía. Las ciencias naturales están arraigadas en nuestra capacidad de hacer observaciones. Si una teoría científica implica que no hay nada capaz de hacer observaciones, ¿no está cortando la rama en la que se asienta? Incluso si uno intenta postular observaciones sin un observador, estas también implicarían eventos a gran escala del tipo que se niega. Una teoría se socava a sí misma si es incompatible con la posibilidad de obtener pruebas a su favor. Dado que la obtención de dicha evidencia depende, en última instancia, de los métodos de sentido común para conocer a través de los sentidos, hay un límite en la medida en que las teorías defendibles pueden estar en desacuerdo con el sentido común. El papel discutido del sentido común como control de la teorización filosófica plantea una pregunta más general: ¿qué tipo de evidencia debemos seguir en filosofía?


Muchos filósofos tratan las apariencias como el estándar de oro de la evidencia para juzgar las teorías, tanto en las ciencias naturales como en la filosofía. Desde su punto de vista, una buena teoría debe salvar las apariencias. En otras palabras, debe predecir con precisión cómo nos parecerán las cosas o, al menos, evitar predecir incorrectamente esas apariencias. Ahora bien, una teoría puede predecir correctamente las apariencias y, aun así, sostener que esas apariencias son falsas. Por ejemplo, puede predecir que la Luna nos parecerá mucho más grande que las estrellas, y agregar coherentemente que la Luna es en realidad mucho más pequeña que ellas. Una teoría más radical podría incluso predecir que nos parecerá que hay una Luna mucho más grande que las estrellas, mientras sostiene que, en verdad, no hay ni estrellas ni Luna, sino solo productos de nuestra imaginación. Lo que una teoría no debe predecir, si desea salvar las apariencias, es que la Luna nos parecerá mucho más pequeña que las estrellas. Si “salvar las apariencias” es suficiente para encajar en la evidencia, entonces, en última instancia, la única evidencia de la que dispones en este momento es cómo te parecen las cosas ahora. Tu evidencia incluye el hecho de que te parece que hay estrellas y una Luna mucho más grande —aunque sea posible que todo ello sea una alucinación—; incluso en ese caso, tu evidencia sigue incluyendo el hecho de que te parece que hay estrellas y una Luna mucho más grande.


El debate entre realismo e idealismo fenomenológico. La noción de “salvar las apariencias” sugiere una ética del conocimiento: toda teoría, por más abstracta que sea, debe respetar el dato de la experiencia sensible. Sin embargo, el ejemplo de la Luna revela el límite de ese principio: la evidencia fenomenal puede ser consistente con teorías que niegan la realidad misma de lo que aparece. Así, lo que queda como ineludible no es el mundo externo, sino el hecho de parecer. Este “parecer” —la inmediatez de la conciencia— es el suelo mínimo de toda justificación, incluso si el universo fuera una ilusión.


¿Por qué equiparar nuestra evidencia con cómo nos aparecen las cosas? Lo que hace que la ecuación sea atractiva es este pensamiento: puedo estar equivocado acerca de cómo son realmente las cosas, pero al menos no estoy equivocado acerca de cómo me parecen. Pero, ¿somos realmente infalibles respecto a cómo nos aparecen las cosas?


¿Podemos confiar en la evidencia de la apariencia? La forma en que lo expresamos sugiere que desconfiar de esa vieja seguridad cartesiana según la cual, aunque el mundo pueda engañarnos, la apariencia de las cosas —lo que se me aparece— sería indudable. La duda que siembras al final abre un horizonte crítico: incluso la experiencia inmediata puede estar sujeta a error o ilusión. Tal vez —y aquí admito mi falibilidad— lo más interesante no sea responder si somos o no infalibles, sino reconocer que nuestra búsqueda de evidencia siempre pasa por una conciencia vulnerable, finita, expuesta a la ambigüedad. En esa fragilidad epistemológica está también nuestra posibilidad de comprender.


Para usar las apariencias a favor o en contra de una teoría, no basta con que simplemente sucedan. Por ejemplo, una teoría puede predecir que, si realizas un experimento en particular, parecerá que un punto se mueve. Una vez que haces el experimento, usar el resultado a favor o en contra de la teoría requiere que juzgues si un punto realmente pareció moverse. Los juicios pueden ser correctos o incorrectos: los humanos somos falibles incluso al juzgar cómo nos parecen las cosas. Si ningún punto parece moverse, aún puedo convencerme de lo contrario porque estoy comprometido con la teoría y hago el juicio: “un punto pareció moverse”. 


Cualquiera que sea nuestra evidencia, somos falibles al hacer juicios al respecto. A veces nos equivocamos. Incluso si hacemos todo lo posible por contrarrestar nuestros prejuicios inconscientes, podemos fallar. Por lo tanto, hay una falla en el argumento según el cual mi única evidencia son las apariencias para mí —porque puedo estar equivocado en todo lo demás—, ya que establece un estándar para la evidencia que ni siquiera esas apariencias cumplen.


En cualquier caso, equiparar la evidencia con las apariencias va en contra del espíritu de la ciencia. Ese espíritu requiere que la evidencia sea verificable, repetible, predictiva y abierta al escrutinio de otros. Las apariencias momentáneas de una persona fallan en todas esas pruebas. En ese sentido, el sentido común funciona mejor, porque se comparte y puede verificarse. Lo que los artículos en revistas científicas citan como evidencia son los resultados reales de experimentos, descritos en términos físicos a gran escala. Tales descripciones son más precisas y técnicas que las descripciones de nuestro entorno en términos cotidianos, pero más cercanas a ellas que a las descripciones meramente subjetivas de cómo le parecieron las cosas a alguien.


El caso de las ciencias naturales sugiere que la búsqueda de un tipo de evidencia sobre la cual seamos infalibles es una búsqueda inútil. Cualquiera que sea la evidencia, lo que tratamos como evidencia a veces resultará ser falso. Ningún procedimiento científico está diseñado para proporcionar garantías del 100 % contra el error en la práctica. Más bien, están diseñados para facilitar la corrección a largo plazo. Eso es lo mejor a lo que también puede aspirar la filosofía.


Tanto la filosofía como las ciencias naturales deben confiar, de múltiples maneras, en nuestras capacidades humanas ordinarias para aprender sobre el mundo de un modo propio del sentido común. Por lo tanto, ambas deben desarrollar estrategias para responder al peligro de que aquello que hemos tratado como conocimiento sea, de hecho, falso. La condición humana implica que no podemos confiar solo en la prevención, ya que es probable que surjan errores ocasionales a pesar de nuestros mejores esfuerzos. También necesitamos métodos para diagnosticar y corregir errores en aquello que consideramos nuestra evidencia, después de que hayan ocurrido. En la práctica, por lo tanto, debemos permitir el derecho de apelación contra las supuestas pruebas. Pero tal derecho no implica que, tan pronto como alguien cuestione una supuesta evidencia, debamos dejar de tratarla como lo hacen las ciencias naturales, es decir, simplemente cuestionando mecánicamente lo que se produjo como evidencia. Más bien, para merecer ser tomado en serio, el crítico debe ofrecer buenas razones para dudar de una evidencia específica. Es mejor que esas razones se basen en pruebas, que, a su vez, también pueden ser cuestionadas.


Reconocemos algo que suele olvidarse: la estructura del conocimiento humano no busca la infalibilidad, sino la posibilidad de corrección. La verdad  no es un punto fijo, sino un horizonte que se revisa en comunidad, con procedimientos que se ajustan y se corrigen. Nos atrevemos, con cautela y reconociendo nuestra propia falibilidad, a sugerir que tu reflexión describe una ética del conocimiento: una actitud de humildad epistémica. En lugar de aspirar a un saber absoluto, propones una práctica racional que combina vigilancia, autocrítica y disposición al diálogo. Lo que hacemos, en el fondo, es devolverle al error su dignidad: lo transformamos de amenaza a maestro. Quizá ahí radique la sabiduría del pensamiento científico y filosófico —no en su pretensión de pureza, sino en su capacidad de aprender del tropiezo.


La filosofía es inusual entre las disciplinas académicas, pues aprecia las preguntas más que las respuestas. Esto se debe a que las preguntas que, a primera vista, parecen simples y directas, se fragmentan en muchas otras al reflexionarlas. ¿Cuál es el significado de la vida? ¿Por qué ser moral? ¿A cuáles de las cosas que pueden ser valiosas o interesantes para nuestra vida decidimos otorgar nuestra atención? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué las matemáticas son coherentes con lo real?


¿Y sí, el profesor titular no cumple con asistir al laboratorio por el que se le paga, puede haber excelencia académica?


El pensamiento hipotético es fundamental para la vida cognitiva humana, desde los ingenuos hasta los más sofisticados[5]. Un signo de su importancia es la frecuencia con la que usamos la palabra “si”, o sus equivalentes en los lenguajes de computadora, desde el discurso cotidiano hasta la ciencia abstracta. Si una criatura no puede pensar hipotéticamente, ¿qué tan inteligentemente puede vivir? Esa es, en sí misma, una pregunta hipotética. Confiamos en el pensamiento hipotético para decidir qué hacer. Al elegir entre dos cursos de acción alternativos, comparas lo que sucederá si tomas un curso con lo que sucederá si tomas el otro. “Si asisto al laboratorio, llegaré a la excelencia de los estudiantes. Si giro a la decencia, llegaré a la excelencia”. Lo que suceda también depende de circunstancias desconocidas, fuera de tu control. “Si se enseña con alto rigor en el diseño experimental, se elevará el desempeño de los estudiantes”. Haces un plan y formas la intención de ponerlo en práctica. Eso puede incluir intenciones condicionales según las circunstancias: “Si se ama la verdad, no negaré los problemas; los enfrentaré. Si se acepta un problema objetivo, caminaré hacia su solución”. 


Tal pensamiento no es una mera peculiaridad de la psicología humana. Simplemente refleja la situación general de la toma de decisiones bajo incertidumbre, una característica central de la vida inteligente[6]. Muchos condicionales no son dispositivos únicos que deban desecharse después de su uso inmediato. Uno puede retener una intención condicional durante años: “Si alguna vez lo encuentro, le diré lo que pienso de su corrupción”. También se puede conservar el conocimiento condicional para su uso posterior: “Si voy por el sendero de la excelencia académica, me llevará a reconocer el daño a los estudiantes por parte de profesores que no asisten al laboratorio”. Ese conocimiento puede comunicarse en palabras a otras personas: “Si miras hacia la excelencia académica, puedes ver un sólido éxito: el indicador de eficiencia terminal”. Los condicionales pueden sobrevivir robustamente de un momento a otro y de una persona a otra[7].


Podemos comunicar nuestras intenciones —incluidas las condicionales— a otras personas. Algunas de esas intenciones pueden estar dirigidas precisamente a ellas. Podemos emitir solicitudes, instrucciones u órdenes en forma de imperativos, incluidos los imperativos condicionales: “Si la condición C es válida, haz X; de lo contrario, haz Y”. Tanto los humanos como las computadoras necesitan instrucciones condicionales para lidiar con la variedad impredecible de situaciones que pueden encontrar.


Los imperativos están, por supuesto, estrechamente relacionados con los declarativos (incluso cuando se entienden como predicciones): “Si voy por el sendero de la excelencia académica, me llevará a reconocer el daño a los estudiantes por parte de profesores que no asisten al laboratorio”. Puede asegurarse de cumplir con ambos, ya sea cognitivamente —observando nuestra pertinencia con la excelencia—; la alternativa puede estar disponible incluso cuando usted no sabe si el antecedente se cumple ni si el consecuente lo hace. En una universidad donde no tiene idea de quién comparte las acciones de excelencia, puede asegurarse de cumplir tanto con la instrucción “Si voy por el sendero de la excelencia académica, asisto a trabajar en el laboratorio” como con la predicción, ya sea cognitivamente, hablando con una sola persona. Los usos de “si” en declaraciones e imperativos son parte de la misma práctica general. Es decir, de ser verdad: “Si la autoridad universitaria solapa la no asistencia de profesores a los laboratorios, es claramente enemiga de la excelencia académica”, si el antecedente se cumple y si el consecuente lo hace. 


2.12 ¡¡¡Si!!!


El pensamiento hipotético viene en más de un color. A menudo se establece una distinción entre condicionales indicativos, como “si esos hongos fueran venenosos, estarías muerto”, y los llamados condicionales subjuntivos o contrafácticos, como “si esos hongos hubieran sido venenosos, estarías muerto”. Ambos corresponden al pensamiento hipotético, pero de diferentes tipos: la hipótesis se trata de manera diferente.


Como era de esperar, “si” es una de las palabras más utilizadas en el entendimiento entre humanos y en el lenguaje de computadora. Nunca está lejos esta palabra cuando nos hacemos una pregunta. Uno puede preguntarse qué significa “si”, tener este poder cognitivo. Pero la pregunta tiene la cola moviendo al perro: “si” importa porque lo usamos para articular los resultados del pensamiento hipotético. Hasta que no hayamos comprendido adecuadamente la práctica del pensamiento hipotético, no apreciaremos cuál es el significado de “si”. Y una vez que hayamos entendido correctamente esa rica práctica, veremos por qué ese significado estricto y literal tiene que resultar completamente empobrecido en comparación. Los condicionales son demasiado importantes para dejarlos solo en manos de la semántica.


Para usar un condicional en la práctica, necesitamos más que el mero conocimiento de su significado estricto y literal. Si no podemos decir si es aplicable a la situación en la que nos encontramos, en esa medida es menos útil. Debemos ser capaces de combinar los condicionales de manera productiva con nuestro conocimiento o creencia de fondo. Necesitamos razonar con condicionales, a veces para razonar a partir de ellos —cuando son premisas—, y a veces para razonar con ellos —cuando son conclusiones—. Pero el razonamiento deductivo es solo un aspecto de nuestro uso de condicionales. A menudo, cuando abordamos una pregunta como “¿qué pasaría si...?”, nuestra información de fondo no implica una respuesta. En cambio, tenemos que evaluar las respuestas de los candidatos por medios menos formales. Es posible que no tengamos otra alternativa factible que utilizar lo que los psicólogos llaman “heurística”: métodos rápidos y frugales o, en términos menos positivos, “rápidos y sucios por los sesgos”, que tienden a dar la respuesta correcta en condiciones normales, pero la incorrecta en casos desfavorables. A efectos prácticos, una pequeña disminución en la fiabilidad de la respuesta puede ser un precio razonable a pagar por una gran mejora en la disposición a dar una respuesta rápida en primer lugar.


Por supuesto, no le corresponde a una teoría semántica de los condicionales determinar qué condicionales específicos “Si A, C” son verdaderos o creíbles: dependen de las propiedades cognitivas particulares y de las relaciones entre el antecedente A y el consecuente C, que no competen a esa teoría. Pero sí es tarea de una teoría general de los condicionales explicar cómo los agentes usan sus capacidades cognitivas para aplicar la sentencia “Si A, C”.


Como se acaba de señalar, tales capacidades cognitivas tienen aspectos deductivos y no deductivos. Las teorías semánticas formales de los condicionales suelen ser informativas sobre el lado deductivo de la tarea: predicen una lógica deductiva para los condicionales, generalmente determinando qué patrones de argumentos con ellos preservan la verdad en todos los modelos, aunque es posible que no digan mucho sobre hasta qué punto y cómo los hablantes implementan esa lógica en la práctica.


Sobre lo que tales teorías son mucho menos informativas es sobre el caso más habitual: la evaluación cognitiva no deductiva de los condicionales. Por ejemplo, no explican cómo los hablantes obtienen la capacidad práctica para aplicar las sentencias “todos los invitados se fueron dentro de las tres horas” y “la fiesta fue un fracaso”. La teoría semántica puede explicar qué propósito expresa el condicional, en función de las proposiciones que expresan sus antecedentes y consecuentes, pero eso no explica cómo los hablantes reconocen el valor de verdad de la proposición en la práctica. Podría decirse que no es el trabajo de la semántica proporcionar tal explicación. Eso está bien, pero entonces, ¿de quién es el trabajo? Se necesita una explicación informativa de la capacidad cognitiva general de los hablantes para aplicar condicionales, y debe provenir de alguna parte.


La pragmática es el primer recurso habitual para llenar los vacíos entre la semántica y la práctica lingüística. Sin embargo, no es lo que se busca aquí. Al analizar los fenómenos conversacionales, la pragmática (legítimamente) da por sentadas las capacidades de los hablantes para realizar las mismas evaluaciones cognitivas que ahora intentamos comprender. En el nivel cognitivo básico, lo que buscamos es una cuestión de psicología más que de lingüística. Pero también está conectada con el lenguaje natural, con palabras como “si”. En la actualidad, el problema es que las teorías semánticas de los condicionales a menudo se proponen sin una explicación cognitiva que las acompañe: falta la mitad del paquete teórico. Sin el paquete completo, no pueden disipar adecuadamente la sospecha de que los beneficios semánticos se han conseguido a costa de costos cognitivos ocultos.


Desde el lado cognitivo, podemos esperar restricciones de viabilidad, tanto de viabilidad computacional como de otros tipos cognitivos. La teoría semántica no debe establecer un objetivo invisible para los humanos o fuera de nuestro alcance. Más sutilmente, incluso si muchos objetivos potenciales visibles están dentro del rango, la semántica no debe especificar el objetivo real mediante una fórmula demasiado compleja para ser calculada en tiempo real. Porque, dentro de límites razonables, los seres humanos normales muy a menudo aplican condicionales con éxito. Una teoría del significado, por sofisticada que sea, no puede exigir a la mente humana más de lo que la mente puede realizar. Hay un límite práctico —computacional y cognitivo— que toda teoría del lenguaje debe respetar, so pena de volverse una abstracción sin sujeto. El pensamiento debe ajustarse a la condición humana, no a la inversa. Sobre condicionales late una intuición más amplia: que el pensamiento humano —aun con su finitud y su “ruido”— posee una eficacia práctica que ninguna fórmula puede suplantar. Tal vez esa limitación, que parece un defecto, sea en realidad la garantía de nuestra inteligencia viva.


Al igual que en el tiro con arco, los cácelos relevantes no necesitan ser conscientes o reflexivos. Algunos pueden estar programados en nuestros cerebros o adquiridos a través de la habladuría, ese hablar mecanizado fruto de una larga práctica con buenos comentarios. Sin embargo, los condicionales son dispositivos de uso múltiple, cómodos en prácticamente cualquier contexto, incluidos aquellos en los que razonamos de manera consciente y reflexiva. Por supuesto, incluso cuando hablamos y razonamos conscientemente, casi nunca invocamos una teoría semántica explícita, correcta o incorrecta.


En principio, la complejidad de una teoría semántica no impide que sus resultados coincidan con los de una capacidad humana factible en aspectos relevantes, o que sean equivalentes en términos más simples. Pero si la complejidad es ineliminable, surge una pregunta seria sobre cómo los humanos logran ser tan buenos en la tarea cognitiva de alcanzar los objetivos establecidos por tal teoría.


Las teorías semánticas complejas también tienden a validar lógicas más débiles, porque sus complejidades generan más contraejemplos a los principios lógicos putativos. Eso, en sí mismo, no es una objeción, ya que la cognición humana trata fácilmente con muchos términos familiares que no satisfacen ningún principio lógico no trivial. Pero debilitar la lógica deductiva de los condicionales pone aún más peso en el lado no deductivo y hace que la necesidad de una explicación cognitiva adecuada sea aún más urgente. El lenguaje lógico puede sobrepasar las capacidades humanas que pretende describir. Hay aquí una intuición socrática —que el conocimiento, cuando se vuelve excesivamente técnico, corre el riesgo de perder de vista la realidad del pensamiento humano—.
























[1] Wolfe, J. M., Kluender, K. R., Levi, D. M., Bartoshuk, L. M., & Herz, R. S. (2018).

Sensation and perception (5th ed.). Sinauer.

[2] Timothy Williamson (2023) The Philosophy of Philosophy. Wiley-Blackwell

[3] Wilfrid Sellars (2014) Science and Metaphysics: Variations on Kantian Themes. Ridgeview Publishing Digita

[4] Bernard Williams (2024) Philosophy as a Humanistic Discipline. Princeton University Press

[5] Abbott, Barbara 2004: ‘Some remarks on indicative conditionals’, Proceedings of SALT: Semantics and Linguistic Theory, 14: 1–19.

[6] Johnson-Laird, Philip, and Byrne, Ruth 2002: ‘Conditionals: A theory of meaning, pragmatics, and inference’, Psychological Review, 109: 646–78.

[7] Khoo, Justin 2015: ‘On indicative and subjunctive conditionals’, Philosophers’ Imprint, 15.32: 1–40.